Daniel Alfredo Santilli llegó a Pergamino cuando tenía 2 años. Nació en la "Maternidad Sardá" y vivió en Buenos Aires hasta que su familia, oriunda de Colón, se estableció aquí. Tiene dos hermanos: Juan Carlos y Mónica. Con 63 años, es dueño de una rica historia de vida, escrita sobre el pilar de los cambios, los desafíos y las decisiones que lo fueron ubicando en el lugar en el que, en cada etapa de la vida, debía estar para construir su destino. Se nutrió de cada experiencia y vive el presente despojado de las urgencias y conectado con aquellas cuestiones que forman parte de las obligaciones cotidianas, sin distraer tiempo de esas otras en las cuales encuentra "su cable a tierra".
La entrevista en la que traza su Perfil Pergaminense se desarrolla en su casa, un espacio íntimo y confortable en el que la charla transcurre con naturalidad. Habla en un tono sereno, que se condice con el modo en el que asume la vida. Tiene la mirada clara y un gesto amable. Ama la danza, es bailarín de folklore y está tomando clases de tango. Tiene habilidad para el trabajo manual y, fruto de su condición de autodidacta, supo construirse en el oficio de carpintero.
Hijo de Domingo Santilli y Rosa Alicia Ranalli, cuenta que sus padres eran de Colón y cuando se casaron se fueron a vivir a Avellaneda. "Mi papá trabajaba en la construcción y siempre tuvo el deseo de progresar", refiere. Comenta que fue una oportunidad laboral que se le presentó a su padre, para desempeñarse como encargado en una empresa metalúrgica, lo que los trajo a Pergamino.
La escuela y su vocación
Hizo su escolaridad en el Colegio San José de los Hermanos Maristas, desde jardín de infantes, hasta el secundario. "La escuela funcionaba en calle 11 de Setiembre, al campo de deportes íbamos los sábados a jugar a la pelota", recuerda.
Al egresar, se fue a estudiar ingeniería a Buenos Aires. "Coincidió con el inicio del proceso militar, cuando el ingreso a la facultad dejó de ser irrestricto. No me fue bien el examen y quedé afuera. Hice un año en la Universidad de Morón y después me pasé a la Universidad Tecnológica Nacional", detalla.
En paralelo a su experiencia universitaria comenzó a trabajar en el Banco de Galicia. "Vi un aviso en el diario y me presenté, me hicieron una entrevista, me capacitaron, e ingresé como cajero en la sucursal de Flores. En ese entonces las jubilaciones se pagaban en el banco, así que las colas eran incesantes".
El ritmo laboral y la sensación interna de que la carrera de ingeniería "le quedaba grande", lo fueron alejando de la universidad. Al mismo tiempo, y aunque en el banco progresaba- a los dos años hacía suplencias en la tesorería- crecía en él la certeza de que no quería pasar su vida atrapado en "un trabajo de oficina".
Renunció al banco y regresó a Pergamino. Comenzó a trabajar en la fábrica metalúrgica en la que estaba su padre. "Para ese entonces, ese lugar se había transformado en una empresa grande y lo que hacía allí, me acercaba más a las cosas que me gustaban", destaca
Un gran desafío
Trabajó en la planta desde 1983 hasta 1988 y, se mudó a la provincia de San Luis cuando le ofrecieron estar a cargo de una sucursal de la empresa en aquella provincia. "Tomé el desafío, y durante quince años estuve al frente de la planta".
Su familia
Viviendo en San Luis conoció a Juana María, su esposa. Allí también nacieron sus tres hijos: Martín (33) que actualmente vive en Dinamarca, trabaja y está en pareja con Glena, que es de Estados Unidos; Gabriela (32), que vive en Módica, Italia, es diseñadora industrial y está en pareja con Mattia; y Mariana (29), que está en pareja con Nicolás, es licenciada en Trabajo Social y ejerce en el Hospital San José.
Criaron a sus hijos inculcándoles valores y ejemplos. Quisieron que tuvieran al alcance de las manos las herramientas necesarias para vivir, lejos de cualquier condicionamiento. "Con mi esposa un día les dijimos: 'Tienen todo para volar solos, olvídense que nosotros vamos a envejecer. La vida es de ustedes y tienen que vivirla del modo en que elijan hacerlo", expresa. Y, desde ese lugar, es feliz de verlos cumplir ese cometido.
"Este año nos reunimos todos. Viajamos a Sicilia para encontrarnos con Gabriela. Con ella volamos a Roma, donde nos esperaban Martín, que venía de Estados Unidos con la novia, y Mariana que había viajado desde Pergamino. Hicimos un recorrido precioso e inolvidable. Fue hermoso estar todos juntos", cuenta, agradecido.
Una decisión difícil
El relato va y viene en la cronología y expone con claridad aquellas cosas que fueron marcando hitos en su biografía. El haberse vuelto de San Luis en el año 2004, fue uno de ellos. "Fue algo que nos dejó una marca, quien más lo sintió fue mi hijo mayor, y a mí siempre me quedó eso", confiesa.
"La empresa en la que yo trabajaba cerró con la crisis del 2001. Nosotros regresamos a Pergamino en 2004", precisa. Y continúa: "Si bien previendo lo que podía pasar en la planta, habíamos emprendido algunos proyectos, pesó el tema de la estabilidad".
"Con mi esposa habíamos comprado máquinas de panadería y junto a la señora que nos había vendido los equipos, elaborábamos productos artesanales que vendíamos. Comenzamos haciendo pan dulce, después sumamos medias lunas y budines. Estábamos acondicionando un lugar con la idea de instalar el negocio, nos iba muy bien, pero se vivían tiempos difíciles y empezamos a meditar la posibilidad de volver, ya que en Pergamino tenía la posibilidad de insertarme laboralmente". Amaban San Luis, pero también necesitaban la certidumbre de un trabajo estable. "Lo pensamos, lo hablamos con los chicos. Vendimos la casa, dos terrenos y las máquinas y nos mudamos a Pergamino".
"A los chicos les pegó fuerte el desarraigo, pero tuvimos que volver, con todo el dolor del alma", expresa. Y aunque pasaron muchos años de esa determinación, y la vida de todos se acomodó de otro modo, aún lo invade la emoción cuando recrea aquel tiempo. "Si volviera a nacer, viviría en San Luis", asegura.
"Cuando regresamos, acá encontré la estabilidad que necesitábamos. Se había creado una empresa de perfil similar a la que yo había trabajado cuando me fui y me incorporé de inmediato. Trabajé ahí hasta antes de la pandemia", rescata. Y menciona que, de la mano de la carpintería, también transitó un camino provechoso. "Transformé el quincho en taller de carpintería y también trabajé en esa actividad", agrega.
La danza
Fue estando en San Luis que descubrió un profundo amor por la danza. "Los chicos eran chicos y mi esposa me invitó a que fuéramos a aprender folklore. "Fuimos a una academia, yo no sabía nada. Aprendimos el paso básico, esa noche no dormí de la emoción y ahí arrancó mi historia con la danza, llevo bailando casi la mitad de mi vida", remarca.
En este aspecto, la mudanza solo representó un cambio de escenario. Apenas llegaron conocieron "El Resero": "Fue la primera escuela de danzas que vimos. Averiguamos y no tenían grupos de adultos, así que anduvimos por varios lugares, entre ellos la Casa de la Cultura y Bellas Artes, pero con el paso el tiempo volvimos a El Resero y ese fue nuestro lugar".
"Al principio íbamos con mi esposa a tomar clases, luego ella dejó de bailar y seguí yo", aclara. "En una ocasión escuché que en Torneos Bonaerenses había una categoría de adultos a partir de los 60 años, yo tenía edad para competir, así que me presenté. Fui el primer año y al siguiente le pregunté a Mauro Goitea, mi profesor, si su mamá, Adriana Maschietto, no se animaba a acompañarme. Desde ese momento somos pareja de baile y compartimos una experiencia maravillosa".
"A mi bailar me genera tranquilidad. Lo disfruto mucho y a medida que va pasando el tiempo, uno se afianza en la técnica y despliega la expresión, que fluye con naturalidad", comenta, complacido. La danza lo conecta con lo vital y desde esa perspectiva, además de bailar, junto a Susana Goicoechea participa en el acompañamiento a los chicos de la Granja San Camilo a través del taller de folklore. "Una hora a la semana es un momento de música que los motiva y es una experiencia muy gratificante para mí poder ayudarlos a sobrellevar sus problemas", resalta.
Una vida plena
En lo laboral durante un tiempo dejó la empresa y se abocó de lleno al trabajo de carpintería. Hace dos años, cuando la firma tuvo un cambio societario, regresó. "La planta había estado parada y me convocaron para ponerla en marcha, se conformó un buen equipo de gente, eso facilita mi tarea", abunda.
En su tiempo libre, además del folklore, toma clases de tango. Es metódico para aprender y para vivir. "Soy ordenado, tengo formas de hacer las cosas, pero quizás no siempre las hago de la misma manera porque no me gusta lo rutinario", señala. Al hablar de sí mismo, afirma: "No sé si he dejado alguna huella para que otro siga. Más bien siento que he sido un engranaje más de la sociedad, alguien que quiere que las cosas vayan bien, que vivamos de otra forma, más tranquilos".
Construye su presente desde esa convicción. Tiene herramientas, las ha sabido buscar y las ha encontrado. También las ha brindado a otros, con generosidad. Su único pendiente es no haber estado más presente en la crianza de sus hijos. El trabajo lo distrajo de esa tarea que hoy, entiende, vital. "Me marcó un poco eso, pero yo solo quería que no les faltara nada".
La vida le ha permitido compensar esas ausencias. Por lo demás, lo único que le gustaría es "tener un motor home para viajar"; pero entiende que eso está "más en el terreno de los anhelos que de la posibilidad". Se siente agradecido: "Tengo una hermosa familia y vínculos afectivos que valoro", resalta y afirma que hasta aquí, la vida lo ha tratado bien.
Cuando la charla concluye, y la pregunta lo interroga sobre la vejez, piensa un instante y, enseguida, afirma: "Estoy tratando de morir sano". Esa apreciación habla más que de la vejez, de la vida, y de un modo de concebirla. Sabe que ese deseo convoca también hábitos y costumbres. Simplemente, los adopta, respetuoso y consciente de lo que representa construir el bienestar y hacer de esa búsqueda, una filosofía y una tarea.