Perfiles pergaminenses

Rubén Cepeda: un hombre que siempre quiso ser letrista e hizo de ese oficio, un verdadero arte


Rubén Cepeda en un alto de la tarea diaria recibió a LA OPINION

Crédito: LA OPINION

Rubén Cepeda, en un alto de la tarea diaria, recibió a LA OPINION.

Desde chico aprendió dibujo y pintura y supo a qué se quería dedicar. Autodidacta, hizo de esa pasión su trabajo y mucha de la cartelería de la ciudad, tiene su impronta. Hoy sigue en actividad y en retrospectiva sabe que ha recorrido un camino provechoso construido sobre la base de la responsabilidad y la dedicación.

Rubén Cepeda tiene 75 años. Nació y creció en Pergamino. En Alsina y Monteagudo estaba emplazada la casa donde pasó su infancia. Muy cerca, hoy transcurre sus días, trabajando con uno de sus hijos en un estudio dedicado al diseño gráfico. El es letrista, de los buenos, de esos que hacen arte con el trazo, y de la época en que todo se pintaba a mano, de forma artesanal. Conserva esa pasión y sigue pintando de esa manera, aunque inmerso en un mundo que ha cambiado el oficio con la irrupción de la tecnología. No ha perdido la imaginación de crear, ni la habilidad para construir mundos con su pincel.

Asegura que tiene una vida parecida a la de tantos otros. Sin embargo, hay algo singular en él, quizás dado por esa vocación que abrazó siendo un niño y que transformó en su modo de ganarse la vida. Aunque tuvo actividades que le permitieron construir una vida laboral "linda e interesante", siempre se mostró renuente a permanecer encerrado en oficinas o realizando tareas que lo alejaban de su pasión.  

En el comienzo de la charla, menciona a sus padres, Ismael y Adela, y a sus hermanas, Elsa y Luján, ya fallecidas. "Mi padre fue peluquero, había aprendido el oficio en una peluquería grande de Pergamino y luego se independizó. Mi mamá fue ama de casa. Ambos nos inculcaron la cultura del trabajo", refiere.

Cuenta que fue a la Escuela N° 22 y más tarde al Colegio Nacional. "A los tirones, terminé el secundario, repetí un año, así que durante mucho tiempo mantuve relación con compañeros de dos promociones que me invitaban a los encuentros que hacían", resalta. Y prosigue: "Luego, con el paso de la vida, fui perdiendo ese contacto, hasta que, en 2011, tomando un café con mi esposa se acercó una de mis compañeras y me invitó a que volviera a participar de las reuniones de la promoción, nunca más me alejé de ese grupo y espero que llegue el encuentro de cada año para juntarnos", cuenta y aprovecha la ocasión para mandarle un saludo a los integrantes de la "hermosa promoción 70 del Colegio Nacional". 

 Una vocación temprana

Comenta que desde chico siempre le gustó pintar. Siendo adolescente obtuvo su diploma del conservatorio donde estudió dibujo y pintura. Esos conocimientos le sirvieron mucho. Todo lo demás se lo enseñó su búsqueda y espíritu autodidacta. "Practicaba en mi casa, en cuanto pedazo de chapa encontraba, hacía un cartel", recuerda. Sabía que quería ser letrista. 

"Cerca de casa había una propiedad muy antigua en la que vivía un señor mayor que era letrista. Era lo que yo quería ser. Tenía unos ventanales altos con rejas, y un caballete cerca del vidrio, donde seguramente tenía buena luz para pintar. Yo pasaba solo para verlo y me quedaba preso de mirar cómo pintaba con filetes. Ponía sus trabajos a secar en el enrejado. Le decían 'El Conde' Dulón. Yo lo miraba, pero nunca intercambié una sola palabra con él. Siempre estaba muy serio. Con el paso del tiempo cada vez que veía su firma en un cartel, volvía a sentir una profunda admiración".

Hasta que se fue abriendo camino en la pintura, Rubén tuvo otros empleos. Entre otras cosas, fue vendedor de máquinas de coser a domicilio y trabajó en Terrabusi. Tomó decisiones y se animó a pintar. Al principio fueron pequeños carteles por encargue de otro letrista y más tarde grandes trabajos. 

"Miraba los carteles que había en los colectivos, donde curva el techo, se usaba pegar publicidades pintadas a mano. Las observaba con devoción. Un día, el señor que se dedicaba a hacer eso, me convocó para que le pintara algunos carteles. Me iba a pagar. Eran 60 o 70 para arrancar. Yo tenía otro empleo en ese tiempo y aún vivíamos en un departamento chico, pero acepté su propuesta. Al día siguiente, fui a Terrabusi y renuncié. Lo que iba a ganar pintando me iba a alcanzar para subsistir unos meses, y mientras tanto confiaba en que iban a llegar otros carteles. Así fue, nunca me faltó trabajo", recuerda.

Un nombre propio

Casi sin darse cuenta fue haciéndose conocido en lo suyo y valorado por su trazo. "Un día un señor que tenía una zapatería en calle San Nicolás y Avenida me convocó para que yo pintara lo que quisiera en su vidriera. Más tarde llegaron otros clientes y me fui haciendo conocido. Algunas veces firmaba, y otras no, pero la gente reconocía mis trabajos".

"Un día alguien me paró por la calle y me hizo un llamado de atención. Yo había pintado un cartel en una casa de herramientas ubicada en Merced y Castelli y a pedido de otro cliente, otro similar, en una fábrica de máquinas de coser. Esta persona me dijo: 'No repita ni copie nunca su mismo trabajo'. No eran idénticos, pero evidentemente había un estilo. Siempre recuerdo esa anécdota porque me mostró que, aunque algunas veces no firmaba, la gente los conocía por el trazo". 

Otros caminos

Así como recuerda su andar en el arte de ser letrista, no olvida otras experiencias. Todas le sirvieron. En una época en sociedad con un cuñado compraron una distribuidora de helados en Rafaela. Reconoce que no les fue bien, pero no se arrepiente. "Estuvimos dos años fuera de Pergamino, regresamos y me encontré en una situación complicada. Alquilé una cochera en San Nicolás y avenida y puse un estacionamiento. Fue el tiempo en que más alejado estuve del tema de los carteles, pero recuperé clientes y regresé al oficio".

Tesoros que conserva

La inundación de 1995 le arrebató mucho registro de trabajos importantes, como otras tantas cosas valiosas. Sin embargo, en el estudio conserva un álbum con fotografías de parte de su historia como letrista. Al volver sobre cada imagen, aparecen anécdotas, recuerdos intactos y la gratitud hacia una clientela muy fiel y leal.

Así menciona la época en que pintó la estética de un emprendimiento dedicado a la venta de yogurt helado, la cartelería de grandes empresas, los stands pintados a mano en las exposiciones rurales, vehículos, camionetas y autos del TC acompañando a grandes corredores y equipos donde cosechó buenos amigos. El inventario seguramente es incompleto, pero lo que puso y cada trabajo posee la misma esencia: la inmensa pasión que siente al pintar.

Sabe que se ha ganado un lugar en lo suyo, pero no vive eso con grandilocuencia. Se contenta con saberse respetado y querido. "Los otros días mi yerno me envió un mensaje, era la foto de un trabajo que realicé hace muchísimos años. Estaba colgada en un taller de chapa y pintura al que él había ido. Al ver la imagen me dio mucha emoción, se trataba de una pintura a mano en un micro que alguien conocido había comprado para transformar en un motor home. La foto me revivió aquellos años. Con la inundación yo había perdido todo registro de ese trabajo, y me sentí honrado de que alguien conservara aún esa fotografía. Son pequeños mimos que uno recibe, como tesoros".

Un cambio enorme

Con el devenir de los años, el cambio tecnológico irrumpió y el modo en que se hacían las publicidades y ornamentando los negocios fue cambiando. Rubén tomó esa transformación con naturalidad. Uno de sus hijos había estudiado Diseño Gráfico y esa formación hizo que de modo muy espontáneamente la tarea de ambos se ensamblara.

"Vengo al estudio todos los días, pero ya no quiero agarrar tanto el pincel", señala, aunque confiesa que le cuesta decirle que no a algunos clientes que siguen requiriendo de carteles pintados a mano. "Creo que conservé una línea de trabajo, con los errores que podemos cometer todos, pero siempre puse lo mejor de mí, quizás por eso mis clientes han sido muy leales", afirma. 

Su pilar

Siendo muy joven Rubén se casó con Graciela González. Hace 52 años que comparten juntos una vida que los ha llevado por caminos de inmensa felicidad y que también los ha confrontado con el más desgarrador de los dolores. Tuvieron tres hijos y hace diecisiete años perdieron a uno de ellos de manera trágica. Recuerda el accidente que le arrebató la vida de Pablo (17) como si hubiera sucedido ayer. La vida ya no volvió a ser la misma desde entonces. 

"Tuvimos amigos que nos acompañaron. Transitamos el dolor como pudimos, sufrimos todo lo que teníamos que sufrir y, seguimos sufriendo, lo que cambia es la intensidad de ese dolor. Al principio nos aferramos a la fe, nos enojamos, asistimos a reuniones de padres que habían atravesado lo mismo que nosotros, pero era devastador estar en una ronda escuchando a mamás y papás hablar de sus hijos muertos", relata. Y confiesa que cuando algo tan terrible sucede, lo que se busca sin éxito es una solución: "Si uno pierde un trabajo, busca otro; si necesita dinero, lo pide; pero si se le muere un hijo, no hay nada para remediar eso", afirma y mirando hacia atrás es como si no hubiera pasado el tiempo. Entonces, habla con profundo amor de su esposa: "Realmente somos muy unidos. Nos acompañamos en las situaciones más extremas y nos respetamos siempre. Ambos fuimos hijos de buena gente, y nos servimos de esos valores para conformar nuestra propia familia".

También habla con orgullo de sus hijos: Lorena, casada con Hugo Yezdrich, papás de Malena e Ignacio; y Hernán, papá de Valentino y Emilia. Buen amigo, le gusta salir a tomar café. "Fui cafetero toda la vida", señala, este hombre al que muchos conocen y que asegura que el haber trabajado en la calle le permitió perder su timidez. 

Un buen tipo

Quizás por las marcas que dejan en el alma las pérdidas irreparables, Rubén tiene un velo de cierta tristeza en la mirada y reconoce que algunas veces le cuesta sonreír. Sin embargo, los ojos se le iluminan cuando vuelve sobre el recuerdo de Pablo o cuando habla de sus hijos y nietos. "Ellos son el motor para la vida", afirma. "Hemos pasado todo, inundaciones, enfermedades, duelos, pero hay una buena raíz que nos une", expresa, agradecido.

En el terreno de la pintura lo único que lamenta es no haber logrado hacer filetes. "Mi mano estaba para el trazo firme, recto". En la vida no tiene asignaturas pendientes. Lo gratifica el afecto que recibe y le llena el alma el hecho de que quienes lo conocen, digan de él que es, "un buen tipo". Seguro no hay mejor recompensa.


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