Perfiles pergaminenses

Gustavo Funes honra con su hacer diario la dimensión humana y ética de la profesión médica


Gustavo Funes en un alto de la tarea dialogó con LA OPINION

Crédito: LA OPINION

Gustavo Funes, en un alto de la tarea, dialogó con LA OPINION.

Riguroso en su formación académica, ejerce la especialidad de Clínica Médica desde hace muchos años, y entiende la relación con los pacientes como un espacio que permite construir confianza en un vínculo respetuoso. Su tarea le deja nutritivos aprendizajes. En lo personal tiene una historia de resiliencia que encuentra en el amor y la gratitud pilares fundamentales.

Gustavo José Funes tiene 63 años y es un reconocido médico de la ciudad. Su historia de vida es testimonio del valor que tiene el amor como motor para poner en marcha la resiliencia y forjar un destino en el que ese sentimiento, junto a la gratitud, se erigen en el pilar que sostiene todo lo demás. El relato de su vida personal se escribe solo. Alcanza con escucharlo hablar serenamente para tomar de cada una de sus palabras un concepto y una enseñanza. Esa calma es el atributo que lo acompaña en el ejercicio de su profesión y en el trato cotidiano con los demás. La charla lo convoca a hablar de sí mismo, algo que no hace a menudo de manera pública. Acepta el reto con generosidad y se abre a un diálogo que transcurre entre las anécdotas y las emociones. Cuenta que nació en Pergamino y vivió en calle Alberti y Alsina. Su núcleo familiar estaba conformado por su mamá Luisa Dalla, su papá José Funes, y su hermano cinco años menor, Claudio.

Su infancia estuvo marcada por la muerte temprana de sus padres: "Mi mamá falleció a los 36 años cuando yo tenía 12; y mi papá, tiempo después, a sus 40 años, a mis 13. Cuando eso sucedió, dos tías, hermanas de mi madre, nos adoptaron, así que yo pasé a tener otra familia que fue la de Alfredo Adba y 'Bety', mi madrina, y en ese núcleo familiar me convertí en el hermano mayor de Marcelo, Adriana y Andrea, que son mis hermanos de la vida. Mi hermano Claudio fue a vivir a la casa de la familia Achidiak, con Alberto y Angela, y siempre mantuvimos una relación muy intensa entre nosotros, a pesar de haber estado en hogares diferentes".

El recuerdo de sus padres es vívido y guarda la emoción de aquello que se añora. Comenta que su mamá fue costurera y su papá metalúrgico. Reconoce que, aunque el tránsito por la enfermedad de ellos fue doloroso, el sostén de sus tías resultó imprescindible.

"'Bety', mi mamá, y Angelita, la mamá de mi hermano, fueron mujeres increíbles, por las que siento un profundo amor, además de una inmensa gratitud", resalta y cuenta que ambas ya fallecieron. "Bety falleció hace menos de un mes, con 95 años, y guardo de ella el mejor de los recuerdos, siempre tuvimos una relación muy linda y le debo mucho de lo que soy".

Los buenos valores

Tanto sus padres biológicos como esos que lo acogieron tras la pérdida, tuvieron en común la sanidad de los valores y una afectividad que resultó vital para Gustavo en la configuración de su modo de concebir la vida. "La familia que me adoptó era una familia de árabes con buenos valores y una enorme capacidad de trabajo. En lo laboral se dedicaban a la costura y nos inculcaron la importancia del esfuerzo de manera muy amorosa".

Fue a la Escuela N° 4, egresó siendo abanderado. Hizo el secundario en el Colegio Nacional, donde también tuvo el honor de llevar la bandera. "Siempre fui muy estudioso", señala y refiere que a la par de los aprendizajes adquiridos, del Colegio se llevó grandes amigos. "Tuve unos compañeros excelentes con los cuales seguimos en contacto", destaca.

"Cuando éramos chicos no teníamos llave en la puerta de casa, jugábamos mucho en la vereda, a las escondidas, a la pelota, y siempre andábamos en bicicleta. Y cuando nos hicimos más grandes y comenzamos a salir, las puertas seguían abiertas y podíamos volver en plena madrugada caminando solos. Eso siempre lo recuerdo como una cosa muy linda", relata.

Su segunda casa

Comenzó a asistir al Club Sirio Libanés cuando tenía 8 años. "Mis padres trabajaban y necesitaban dejarnos en algún lugar donde nos cuidaran y contuvieran. Así que mi mamá se acercó al Club, que nos quedaba cerca, y habló con el profesor Walter Rausch, enseguida nos recibieron y esa institución se transformó en nuestra segunda casa. Allí aprendí a bañarme", cuenta, emocionado al recrear aquel diálogo de su madre y aquella respuesta que le abrió las puertas de un tiempo colmado de nutritivas experiencias no solo deportivas. "Del club salieron mis amigos de la vida", agrega, agradecido.

De la mano del profesor Walter Rausch y de Carlos Comité se formó en el basquetbol, deporte que practicó con entusiasmo y dedicación. En un momento incluso tuvo el anhelo de jugar profesionalmente, pero siguió el consejo de sus maestros que lo alentaron a que aprovechara sus condiciones para el estudio y siguiera una carrera universitaria. 

La elección de ser médico

Siente que su historia familiar influyó en su vocación. Estando aún en el secundario hizo un curso de enfermería que se dictaba en el Hospital San José y nunca más se apartó del ámbito de la salud. Estudió Medicina en la Universidad Nacional de Rosario y siempre se rodeó de sus pares para estudiar. Jamás abandonó el mandato de su familia que señalaba que de la mano del estudio muchas puertas iban a abrirse con menos dificultad. "Siempre tuve muy buena gente alrededor que me ayudó a ser mejor y a crecer".

Cada verano, al regresar a Pergamino, aprovechaba esa estadía para nutrirse de experiencias valiosas: "Aquí recibí fuertes apoyos. Médicos como Alonso, Serra, Tapia y Pico me abrían las puertas de los quirófanos para que yo presenciara sus intervenciones. Lo mismo hacía Massin Ramella. Yo me sentía en un olimpo porque podía ver de cerca las cosas que había estudiado. Aproveché mucho esa oportunidad, fue como una escuela de mucha generosidad por parte de ellos". 

Reconoce que no estaba muy decidido sobre la especialidad a seguir y cuando llegó el momento de rendir la última materia que era Clínica, el docente que había tenido durante dos años le dijo que quería tomarle el examen personalmente porque tenía una propuesta para hacerle. "Sentí cierta presión y un poco de miedo porque era alguien sumamente exigente. Me preparé, me fue muy bien en ese examen, me recibí y meses después fui a verlo al Sanatorio Británico, donde me invitó a formarme en Clínica Médica".

"Para ingresar me solicitaron una carta de recomendación, se la pedí al doctor Julio Maiztegui y a Delia Enria", agrega y comenta que "ese fue el pasaporte para ingresar a una institución donde se privilegia no solo la cuestión médica sino la ética. Cuando ingresas, sos parte de una familia", recalca.

"Como yo no tenía dónde vivir, me ofrecieron un lugar en el último piso del sanatorio, donde vivían las monjas. Fueron cuatro años de mucho aprendizaje", agrega.

Su regreso a Pergamino

Su regreso a Pergamino se dio por cuestiones familiares. "Con Marcela Costa, mi novia de toda la vida, nos casamos y nació nuestro primer hijo. Lo que yo ganaba en Rosario no alcanzaba, así que tomamos la decisión de venirnos a Pergamino y establecernos aquí. En ese tiempo se inauguraba el Hospital nuevo y necesitaban médicos para Terapia Intensiva. Me incorporé y allí conocí al grupo de profesionales con el que trabajé buena parte de mi carrera, entre ellos Daniel y Sebastián Caldentey", menciona.

"Otra puerta importantísima que se abrió con mi regreso a la ciudad fue la del Instituto Maiztegui, donde tuve la posibilidad de trabajar en Fiebre Hemorrágica Argentina junto a Néstor Fernández, Delia Enria, Ana Briggiler y Vallejos. Era una época muy complicada del Mal de los Rastrojos y el Instituto recibía pacientes. Fue una experiencia muy fructífera y de un alto nivel académico. Aprendí muchísimo de esos enormes profesionales".

Un hacer comprometido

Trabajó en el ámbito hospitalario hasta que se jubiló como médico de Terapia Intensiva. En la órbita privada primeramente trabajó en la Clínica Centro y actualmente, y desde hace muchos años, atiende en la Clínica Pergamino. "Me quedé solo con el consultorio", refiere en otro momento de la charla que se realiza en un alto de su tarea. Allí están sus elementos de trabajo y ese espacio compone la geografía desde la cual a diario honra con su hacer la relación médico paciente. "Es un vínculo respetuoso y humano", reflexiona. Y sostiene que los atributos que debe tener un médico están vinculados al saber escuchar y a su calidad humana. "Un médico debe tener buen oído y mucha humildad, sobre todo a la hora de saber lo que sabe y lo que no", plantea.

 "Me he ocupado de tener una formación integral y una mirada holística de la profesión. El grupo del que fui parte y con el que me formé tenía esas dos vertientes: por un lado, una formación académica muy rigurosa; y por el otro, una gran calidad humana, condición que permite ser siempre receptivo y no perder de vista el interés por encontrar el porqué de las cosas".

El equilibrio justo

En lo personal ha podido ensamblar las cuestiones del trabajo médico con una vida privada rica en afectos. Es papá de tres hijos: Martin (36), director de Cine; Agustín (32) médico especialista en otorrinolaringología; y Leandro (30) director de Cine y escritor. "Los tres viven en Buenos Aires, dos de ellos son solteros y Agustín está casado con Zenia", menciona. Su esposa es fonoaudióloga y juntos, han compartido la tarea de construir esa familia de la que se siente orgulloso.

Cuando no está trabajando le gusta jugar al tenis, compartir tiempo en familia y con amigos y viajar. "La recreación es muy importante, hay que encontrar el equilibrio entre trabajo y descanso".

"Integro un grupo muy lindo en el Club de Tenis de Pergamino, compartimos no solo el deporte sino viajes, comidas y charlas. Es un sostén muy importante", destaca. Y prosigue: "Me gusta salir a pedalear. En algún momento hice triatlón y otras actividades deportivas. Otro de mis placeres es caminar en la montaña, algo que descubrí de la mano de Carlos Garat y Raúl Schneider".

Aprender todos los días

Abocado de lleno a su profesión, siente que casi todo lo que sabe se lo han enseñado sus pacientes: "Ha tenido la posibilidad de conocer a muy buena gente y nutrirme de distintas historias de vida. A muchos los he acompañado hasta el final de la vida y esa es una experiencia que enseña y transforma", expresa y señala que la profesión le ha regalado también muchos amigos. Menciona a uno de ellos, el doctor Daniel Caldentey, a quien define como "un hermano de la vida".

"He sido muy afortunado", resalta y confiesa que cree en Dios, algo que viniendo de alguien formado en el campo de la ciencia abre un sinnúmero de preguntas. Las responde refiriendo que pone en acto su fe tratando de hacer el bien y siendo muy generoso en el trato con la gente. "Lo que aprendí de mis maestros es que hay que tratar a los demás cómo uno quiere ser tratado cuando está enfermo".

"Cuando uno se siente enfermo, se siente minusválido, y a veces no recibe del otro lado una atención que tenga la calidez que el momento amerita", reflexiona este hombre que sabe que ha sido testigo y protagonista de un ejercicio de la medicina muy personalizado, de gran esfuerzo personal y entiende que, aunque supone un desgaste, también tiene mucho valor. "Sin dudas volvería a ser médico", afirma sobre el final y cuando la entrevista termina la puerta se abre a ese hacer que tanto le ha enseñado de los procesos y de la vida.


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