Perfiles pergaminenses

Mirta González, mujer solidaria y resiliente que superó sus pérdidas y resurgió del dolor


Mirta Lujn Gonzlez relató sus vivencias en un clido dilogo

Crédito: LA OPINION

Mirta Luján González, relató sus vivencias en un cálido diálogo.

Es docente jubilada y durante muchos años trabajó en el Colegio Industrial. Fue protagonista de una gran historia de amor que cuenta con ternura en su relato. Enviudó siendo muy joven; con entereza supo reinventarse y salir adelante. Hoy, con 79 años, recrea su historia de vida, agradece su fe y se muestra dispuesta a tender su mano a quien la necesita.

Hay historias de vida que se escriben y definen en torno a grandes amores, esos que marcan o cambian un destino. Es el caso de Mirta Luján González, que se enamoró de quien fue su esposo siendo muy joven y tuvo que afrontar el inmenso dolor de perderlo tempranamente cuando mucho de los sueños que habían planeado juntos estaban sin cumplir. Ese amor se le nota aún en la mirada. Y el relato de su vida tiene las huellas de esa vida que vivieron juntos. La entrevista en la que traza su "Perfil Pergaminense" se desarrolla en su casa del barrio Malvinas. En el patio de ese hogar, está su paraíso y lo expresa señalando una pared blanca transformada en un mural pintado por sus nietas. "El patio se me llenó de color y de pájaros gracias a ellas", afirma y sus ojos claros se iluminan.

Mirta nació en Pergamino el 15 de junio de 1943. Tiene 79 años y se lleva bien con el paso del tiempo. Le parece mentira que ya está en la antesala de los 80. Promete celebrarlos, la vida le enseñó que vivir se festeja, a pesar de cualquier adversidad.

Dueña de una profunda fe cristiana, encontró en sus creencias ese pilar que la sostuvo en los momentos más difíciles. Solidaria y siempre comprometida con los suyos, supo reinventarse.

Cuenta que transcurrió su primera infancia en el barrio Centenario y más tarde se mudó a Merced y General Paz donde su padre tenía el negocio, el "Mercadito La Mirta".

Su familia estaba integrada por su papá Juan José González; y su mamá, Angela Calabrese. "Fuimos tres hermanas, Perla, que va a cumplir 87; Norma, que tendría 85 y falleció hace seis años; y yo", menciona. Y recuerda: "Crecimos en el negocio, andábamos en bicicleta de esquina a esquina y a mí me gustaba leer cuentos que mi papá compraba en los remates de libros que se hacían". Afirma que amaba estudiar y cuenta que hizo la primaria en la Escuela N° 1.

Inició sus estudios secundarios en el Normal y en segundo año se pasó al Colegio Nuestra Señora del Huerto, donde egresó con el título de maestra. "Siempre tuve el anhelo de estar rodeada de niños y la carrera docente me permitió eso".

En los comienzos de su profesión realizó algunas suplencias en la Escuela N° 77 y en otro colegio de la zona del Cruce de Caminos. Más tarde ingresó como tesorera en la Escuela Profesional N° 2 que funcionaba en calle Merced.

Su gran amor

Conoció al amor de su vida siendo muy chica y lo vivió con la inocencia con la que se experimentaban las relaciones amorosas en su tiempo. Raúl Leo se llamaba. "Cerca de casa había una zapatería, yo tenía una amiga ahí, iba a jugar con ella y veía siempre a un muchacho que pasaba. Me llamaba la atención, pero un día dejé de verlo. Al iniciar el secundario lo volví a ver. Coincidimos en el Colegio Normal y a los dos nos tocó francés. Nos gustábamos ambos. En las horas libres nos cruzábamos a jugar a la mancha al patio del colegio primario y siempre había entre nosotros una complicidad. En segundo año lo dejé de ver. Y no supe más de él hasta varios años después en que al negocio llega una carta. Era él que me escribía diciéndome que aquella amistad de la infancia con el paso de los años se había transformado en un amor profundo y que había esperado que yo cumpliera mis 18 años para escribirme y proponerme que fuera su novia. Le mentí diciéndole que tenía novio, porque en mi casa no me iban a permitir la relación. Pasó un tiempo y un día estando yo con el rulero atado y el plumero en mano, se presentó en mi casa. Era tan hermoso. El estaba viviendo en Buenos Aires. Comenzamos a intercambiar cartas. Lo invité al casamiento de mi hermana, le pidió la mano a mi papá. No fue tan fácil que lo aceptaran y menos si él no se presentaba con su familia. Me salvó un feriado de carnaval en el que él llegó con su mamá y la hermana. Finalmente, nuestras familias se conocieron y nos pusimos de novios a la distancia y cuatro años después nos casamos", relata, recordando al pie de la letra cada carta que se escribían y cada poesía que se mandaban.

Cuando contrajeron matrimonio se mudaron a Buenos Aires. Allí llegaron los hijos. Tuvieron tres: Horacio Rubén, Silvia Mabel y Graciela Inés. "También adoptamos a Mario, a quien tuvimos con nosotros algunos años", agrega.

Los sueños y la muerte temprana

Mirta tenía una vida feliz; 14 años después de estar en Buenos Aires, gracias al trabajo de su esposo en una fábrica de cuadernos, pudieron comprar un terreno y empezar a construir su casa. "Vivíamos en un departamento pequeño enfrente de la fábrica donde trabajaba mi marido y con lo que ganaba empezamos a levantar los cimientos y las paredes. Los viernes nos íbamos en carpa y nos quedábamos el fin de semana trabajando en la obra. Todo era perfecto. Plantamos nuestros árboles y soñábamos muchas cosas. Pero antes de que el techo estuviera colocado mi marido comenzó a sentirse mal; había enfermado de cáncer y fue fulminante", relata.

El fallecimiento de su esposo fue en 1983 y eso cambió su vida para siempre. Recuerda cada instancia de la enfermedad y las charlas que tuvieron. "El amaba la Patria y cuando fue la Guerra de Malvinas se había anotado para combatir, yo me opuse. Y cuando ya estaba en su lecho de muerte me dijo: 'Viste, no me dejaste ir a Malvinas por miedo a que me pasara algo y, al final, me voy a morir igual'. Jamás olvido esas palabras".

Cuando su esposo murió Mirta tenía 39 años. Y tuvo que comenzar de nuevo.

Para entonces habían adoptado a Mario Alejandro Rocha. "Siempre habíamos tenido el deseo de hacerlo, amábamos mucho a los chicos y cuando surgió la posibilidad de ser familia sustituta, no lo dudamos. Pero no fue una historia fácil", señala Mirta. Y prosigue: "Mario llegó a nuestra vida cuando tenía 6 años. Al principio lo visitábamos en el lugar en el que estaba y después comenzamos a llevarlo a casa. Fue un hijo más para nosotros. Pero se ve que era de Dios que no teníamos que tenerlo, porque solo estuvo hasta los 11 y allí comenzaron a pasar cosas muy difíciles; él tenía una historia muy dolorosa y arrastraba un enojo profundo", relata.

Mirta es respetuosa de detalles que se guarda para sí porque siente que expondrían a ese hijo. Solo menciona que como familia hicieron todos los intentos para brindarle la posibilidad de tener un hogar. "Pero él se escapaba, desaparecía. Un día a mi marido casi se lo llevan preso. Era insostenible también para mis hijos. Finalmente, y después de un largo peregrinar fue alojado en un instituto correccional de menores. Fue muy doloroso. Cuando murió mi esposo fue aún más difícil para mí y solo encontré un poco de consuelo cuando se presentó en mi casa alguien de 'Acción Católica' y me informó que lo habían llevado a un colegio de San Justo donde iba a aprender un oficio. Nunca tuve el valor de ir a verlo, porque me lo iba a querer traer conmigo y él ya no quería regresar".

Esa aceptación hizo que guardara su amor por Mario en lo más profundo de su corazón y lo recordara siempre. De hecho, lo nombra como a un hijo más y anhela algún día volver a verlo. "Sé que es apicultor", refiere. Y algo en la expresión de su rostro dibuja el sentir de una espera.

Su regreso a Pergamino

Al enviudar, Mirta terminó su casa; vivió allí un tiempo hasta que, tras sufrir una estafa, debió vender esa propiedad y regresar a Pergamino. Se mudó provisoriamente con su mamá, ubicó sus muebles en casa de familiares, hasta que se reubicó laboralmente y comenzó de nuevo.

"El matrimonio que compró la casa de Buenos Aires me confesó que cada vez que llegaba el atardecer tenían la sensación de que alguien los abrazaba. Sentí que era mi esposo. El había quedado allí, así que tomé la decisión de traer sus restos al cementerio de Pergamino y tiempo después lo cremé y llevé sus cenizas a la Parroquia Santa Julia. Allí cada semana que voy a misa le cuento mis cosas", agrega.

Con el dinero que obtuvo por la venta de aquella propiedad compró un departamento en calle Intendente Biscayart. Comenzó a trabajar en la farmacia de la Clínica Pergamino y más tarde en el Colegio Industrial como auxiliar de Tesorería durante 25 años. Allí se jubiló como secretaria.

"Viviendo en el departamento me tocó vivir una situación muy desagradable con unos vecinos, así que tomé la decisión de alquilarlo y mudarme con mi hijo. Más tarde me mudé a Juan B. Justo, a un departamento en el que viví hasta que pude comprar el terreno y armar la casa en la que vivo", señala. Y continúa: "Es una premoldeada y tiene la misma forma que aquella que habíamos construimos con mi esposo". 

Confiesa que no fue fácil para ella quedarse sola y que sus hijos también la pasaron muy mal cuando perdieron a su padre y arrastraron secuelas que costó sanar. "Pero salimos adelante y nos unimos mucho", resalta.

Aprender de la soledad

A los 60 años intentó una pareja de convivencia, pero no funcionó. Esa experiencia fue la que le sirvió no solo para comprobar que su esposo había sido el gran amor de su vida sino para aprender a estar sola y disfrutar de esa soledad. Se refugió en la fe y en su familia. Devota de la Nuestra Señora de San Nicolás, visitó el Santuario cada 25 de mes durante 36 años.

También se dedicó a cuidar a sus nietos, a viajar y a sumarse a proyectos solidarios como Gravida o las Damas Rosadas. También participó del coro de Hugo Ramallo y, hasta la irrupción de la pandemia, asistía a la pileta del Parque Municipal. En cada lugar cosechó grandes amigas.

Hoy vive cerca de sus hijos: "El varón está casado con Liliana; Silvia está de novio con Silvio y mi otra hija está separada". 

Tiene ocho nietos: Nicolás, Camila, Juliana, Felipe, Catalina y Brenda, Juan Manuel y Candela. Disfruta de ellos. También comparte tiempo con su sobrina Susana y siempre está predispuesta a ayudar a aquel que lo necesita. 

De algún modo la vida le ha compensado las pérdidas. Volvió a escribir poesía y la llegada de su bisnieta Rufina, que vive en España, le regaló años de vida. "A ella le escribí mi último poema. En él le hablo del rosal de mi vida", afirma. Y se emociona.

Como todos los seres resilientes, aprendió a quedarse con lo bueno. "Salvo a la muerte de mi marido, a todo lo demás le encuentro un sentido", afirma.

Bondadosa y solidaria, extraña ir al Hospital a acompañar a los niños. Siempre elegía estar en Pediatría o a Maternidad. Es común verla recorrer las calles de su barrio en su bicicleta "Aurorita" y pensar que detrás de su andar hay una historia de amor, de pérdida y de resurgimiento. Esas que vale la pena contar porque enseñan.


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