Editorial

El femicidio de Ursula y una agenda urgente


Una tragedia evitable como fue el asesinato de Úrsula Bahillo a manos de una expareja que no dudó en vulnerar todas las restricciones de acercamiento impuestas para amedrentarla y terminar apuñalándola, volvió a movilizar a buena parte de la sociedad en torno a la necesidad de generar profundas reformas que no solo hagan cumplir las leyes vigentes, sino que promuevan que la perspectiva de género expresada en las normas encuentre correlato en las prácticas reales más allá de los discursos.

Lamentablemente ni la voz de la joven ni la de su familia fueron escuchadas por quienes debían protegerla institucionalmente de la violencia machista y lo que resuena como un eco en el ideario social es que hubo una compleja trama de complicidad, además de actitudes negligentes que no hicieron más que transformar su muerte en una crónica anunciada.

¿Dónde estuvo el protocolo de género que debe aplicarse ante la denuncia? ¿Dónde quedó la protección de la víctima?

Y llevando el análisis un poco más allá: ¿Cómo un miembro de la Policía Bonaerense con dieciocho denuncias por violencia podía seguir siendo parte de la fuerza?

No hay demasiados argumentos que puedan esgrimirse para justificar lo que no tiene justificativo.

Lamentablemente lo que sucedió en Rojas no fue un crimen aislado. No fue el primero ni será el último.

Argentina ostenta el triste privilegio de estar entre los países con mayores índices de violencia asociada a cuestiones de género de Latinoamérica. Solo en lo que va del año es el país que más muertes por esta causa ha reportado.

Según un relevamiento de la organización Mujeres de la Matria Latinoamericana en Argentina ha habido en 2021 más asesinatos por violencia de género que en igual período de años anteriores. El informe de esta entidad refiere que se produce un asesinato cada 22 horas y describe que el 76 por ciento de los femicidios fue cometido por parejas, exparejas o familiares, mientras que el otro 24 por ciento por hombres conocidos del círculo íntimo de la víctima.

Los datos también muestran que un alto porcentaje de las mujeres víctimas de la violencia de género ya había denunciado a su agresor previamente, por lo que las estadísticas una vez más representan un llamamiento al Estado para que desde todos sus poderes implemente de manera urgente y sin burocracias todas las medidas que protejan a las víctimas y que puedan contribuir a la prevención de esos delitos antes de que suceda lo peor. Recursos económicos, dispositivos de abordaje adecuados, contención y fundamentalmente empatía hacen falta tempranamente para actuar ante la primera alarma.

Del mismo modo, las estadísticas exponen la necesidad de implementar profundas reformas judiciales y policiales que protejan a las víctimas de manera real y que lo hagan con una verdadera perspectiva de género, la mayoría de las veces ausente entre quienes intervienen ante un hecho denunciado.

En este sentido, la implementación de la Ley Micaela en todas las jurisdicciones del país es un imperativo a la luz de un flagelo que no da tregua y ya es denominado en muchos ámbitos como “la otra pandemia”. No alcanza con crear ministerios ni organismos que proclamen una mirada que luego en la acción real no se tiene.

El femicidio de Úrsula y los varios más que ocurrieron desde la muerte de la joven y la reacción social que desencadenó hacen necesaria no solo una profunda reforma judicial llamada “feminista” por los sectores que la impulsan, sino un cambio cultural que no siempre tiene que ver con las normas sino más bien con el modo de entender la problemática y de observar las relaciones personales e institucionales en el contexto de una sociedad que parece haber naturalizado la violencia como la condición de expresión del poder.

El caso de la joven asesinada en Rojas es la fotografía de una violencia institucional instalada en aquellos espacios que debieran privilegiar la situación de las víctimas. Y es el reflejo de pequeñas violencias cotidianas que se perpetúan en una sociedad que a pesar de los avances logrados-porque es cierto que en materia legislativa el país cuenta con instrumentos de vanguardia producto del impulso que le han dado al debate las propias organizaciones que alzan la bandera de estas causas para modificar estructuras patriarcales fuertemente arraigadas- no consigue instalar la perspectiva de género en todos sus ámbitos y a contramano sigue legitimando la violencia en la matriz misma de sus instituciones sin advertir que hay una sociedad indignada que ya  no está dispuesta a callarse.


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