Perfiles pergaminenses

Esmeralda Ricci de Incerti: una mujer que fue portera de varias escuelas y siempre rindió culto al trabajo


 Esmeralda Ricci de Incerti en la intimidad de su casa recreando su historia de vida (LA OPINION)

'' Esmeralda Ricci de Incerti, en la intimidad de su casa, recreando su historia de vida. (LA OPINION)

Fue portera en varios establecimientos educativos y a los 81 años asegura que volvería a trabajar si la convocaran. Vive abocada a su familia, pensando siempre en el bienestar de los suyos. Trabajó desde chica, incansablemente y hoy siente que es su momento de “cosechar la siembra”, descansar y disfrutar de las pequeñas cosas, esas que enriquecen su vida.


Esmeralda Edelvey Ricci de Incerti abre las puertas de su casa para trazar su “Perfil Pergaminense”. Lo hace con la sorpresa y la simpleza de una vida dedicada al trabajo y a la familia. Es la hora de la siesta y su esposo descansa. Se sienta en un sillón y aguarda la pregunta con expectativas. De inmediato la conversación fluye como si el grabador no existiera.

Cuenta que su madre cuando la tuvo aún no había cumplido 18 años y vivía en el medio del campo. Lo dice para comentar que no sabe de dónde surgió la inspiración para ponerle el nombre que lleva, sobre todo el segundo -Edelvey- que no es común. “A ella no le gustaba eso de repetir nombres de generación en generación y seguramente por eso habrá elegido uno que fuera original. La hija de la directora de la escuela del pueblo creo que se llamaba así”, afirma con una sonrisa con algo de nostalgia. Nació en Rancagua y vivió allí hasta los 6 años en que a su padre que era policía lo trasladaron a Pergamino. “Cuando llegamos nos establecimos en Larrea, entre San Nicolás y 25 de Mayo y nos quedamos ahí, al principio mis padres alquilaban y luego compraron esa propiedad que todavía existe, mi hermano edificó atrás y vive actualmente en ese lugar”.

Su padre fue Ezequiel Santiago Justo y su mamá María Magdalena. Su hermano es Ezequiel Ricci. Esmeralda tiene 81 años que no se le notan más que en la templanza con la que habla. Cierta picardía la mantiene jovial.

Al hablar de su infancia refiere que hizo hasta sexto grado en la Escuela Nº 2 “primero en la escuela vieja, que durante un tiempo se trasladó a la Terminal mientras se construyó el nuevo edificio”. Confiesa que “no le gustaba estudiar”, por lo que comenzó a trabajar tempranamente. “Mi mamá armaba en casa bolsitas de caramelos y yo la ayudaba hasta que entré a trabajar en la zapatería de Alberico, en el taller”, refiere y cuenta que durante muchos años estuvo abocada a la costura de botas y zapatillas.

“Estuve como quince años trabajando ahí, y cuando me fui me inscribí para ser portera en establecimientos educativos y tuve la suerte de poder entrar así que trabajé durante cinco años como portera en la Escuela Nº 5 del barrio Virgen de Guadalupe”, relata. Y prosigue: “Después ingresé en la Escuela Nº 2 y más tarde me trasladaron a la Escuela de Estética en calle Bartolomé Mitre, donde me jubilé.

“Yo estaba a gusto en la fábrica, sabía hacer mi trabajo y me gustaba, pero después salí porque mis hijos eran chicos y tenía la necesidad de emplearme en otro tipo de trabajo. Así que me fui a inscribir a las oficinas que funcionaban en calle San Martín y cuando surgió una vacante para cubrir un cargo, me convocaron”, recuerda.

Asegura que le gustó mucho su trabajo y confiesa que si la volvieran a llamarla iría sin dudarlo. “Siempre me llevé bien con todo el mundo. Y estoy esperando que me llamen para volver, aunque viejos no quieren”, señala, esta mujer que confiesa que le costó mucho retirarse porque siempre fue muy activa y predispuesta. “Es una pena que los mayores no tengamos lugar, porque la gente grande como yo tiene una cultura del trabajo que no siempre tienen las nuevas generaciones”, agrega.

Su vida en la escuela

Desde que se jubiló no volvió a tener actividad laboral. Hoy se dedica a su casa e insiste que “el mismo trabajo que hago aquí que es una casa relativamente grande, podría hacerlo si me convocaran para trabajar en alguna escuela”.

Recuerda que cuando estaba en actividad, su labor consistía “no en abrir y cerrar la escuela” sino en dedicarse integralmente al mantenimiento de los espacios. Habla con orgullo de la tarea realizada, esa que le permitió junto a su esposo llevar adelante su familia.

“Me costó mucho asumir que me tenía que ir de la escuela cuando me avisaron que había llegado el tiempo de jubilarme, estuve un tiempito más trabajando ‘de contrabando’ pero después me tuve que retirar”, resalta recordando ese episodio que sucedió hace más de diez años.

Armar su familia

Esmeralda se casó con Isaías Incerti, un hombre al que conoció en el Cine Monumental, donde él era acomodador. Ella iba a la matiné con una vecina amiga, esa era la salida obligada en su época, allí se miraron por primera vez, comenzaron a tratarse, se pusieron de novios y años más tarde cuando él tenía 27 años y ella 24 se casaron. De su matrimonio nacieron dos hijos: Gricelda que es periodista, está casada con Nelson Bouvier y es mamá de Santiago (30), y los mellizos Julián y Manuel (23); y Fernando que es empleado de Rizobacter, tiene dos hijos: Alejo (15) y Aquiles (10) y está en pareja con Soledad Moro.

En un momento de la charla confiesa que siempre soñó con “armar su familia” y construirla sobre pilares sólidos. Lo consiguió.

Habla con profundo respeto de su esposo, al que define como un hombre “muy trabajador”.  “Siempre tuvo dos o tres trabajos y vivió pensando en progresar”. Hoy comparten su vida de jubilados, se acompañan en los “achaques” que les va trayendo la vida y viajan cada vez que pueden.

“Cuando nos casamos nos fuimos a vivir a una casa que nos habíamos hecho con mucho esfuerzo en el barrio Acevedo, enfrente de la cancha de Douglas, una construcción que aún hoy existe”, refiere y comenta que más tarde se mudaron “cerca de su mamá”. Así edificaron en calle Monteagudo, muy cerca de donde vive actualmente. “Nos compramos un terreno sobre esta misma calle y cuando tuvimos la casa lista nos mudamos. Edificamos de a poco, era una casa más grande que acompañaba el crecimiento de nuestra familia”, señala. Siempre trabajaron a la par, por ese entonces su marido era empleado de Linotex y culminó su historia laboral trabajando en Rizobacter.

Cuando habla del progreso que fueron consiguiendo sobre la base de mucho trabajo y compañerismo, menciona que en una oportunidad se compraron una moto Gilera. “Hasta ahí habíamos andado en bicicleta y mi esposo me llevaba en el caño. Eramos pobres”, afirma. Y menciona que hasta hace poco tiempo aún andaban en moto: “Yo siempre iba sentada de costado”.

“Esta zona donde vivimos hoy era de terrenos baldíos, un día se rematan y mi marido se entusiasma con poder comprar uno. Vino a mirar el remate, volvió y me contó que había comprado el terreno. Recuerdo que me dijo: ‘¿Te animás, vamos a hacer otra casa?’ así como si yo dijera ‘vamos a dar una vuelta’ Y ahí arrancamos a armar este que es nuestro hogar desde hace muchos años. La otra propiedad la alquilamos y con el tiempo la vendimos.

“Eran otros tiempos, uno trabajaba y el dinero rendía. Hoy con el mismo esfuerzo no se puede comprar ni un ladrillo”, dice, sentada en el living de una casa que asegura, tiene el alma en la cocina donde según refiere: “Sucede la vida”.

El valor del afecto

Es una mujer apegada a los suyos. Su esposo, sus hijos, nietos, su hermano, su cuñada María Teresa Capetilio y sobrinos conforman su universo afectivo más íntimo. También algunos amigos. Su vida ha estado y está dedicada a ellos y a su madre que falleció hace un año a los 98 años. Cuando habla de la pérdida de su mamá se emociona y quien la observa puede ver a una niña. Quizás porque cuando se pierde a una madre, a la edad que sea, se experimenta una sensación de orfandad que conmueve.

“Sé que es la ley de la vida, pero la muerte de mi mamá fue una pérdida irreparable. Hasta hoy, algunos días me parece que tengo que ir a verla y no está. Es muy difícil. Mi papá era un hombre sano que murió repentinamente cuando no tenía 70 años. Pero la pérdida de mi madre fue distinta, quizás porque la mamá es la mamá”, dice, con la voz entrecortada.

Sale de la emoción hablando de sus anhelos y de sus hijos. “Somos muy unidos y ellos son mi vida”, afirma, lo mismo que mi esposo con el que siempre hemos sido muy compañeros. “Nosotros somos los dos iguales, vivimos para nuestros hijos y nietos”, destaca.

“Siempre estamos atentos a que no les falte nada y si necesitan algo, ahí estamos en la medida de nuestras posibilidades tendiéndoles una mano”.

El futuro

La conversación la lleva por el camino de sus proyectos. Son simples, como esos que se tienen en la vejez cuando se la vive plenamente. “Sinceramente anhe-lamos poder viajar, y estamos planificando poder hacerlo en septiembre. Mi esposo ha tenido algunos problemas de salud y ahora que está bien queremos irnos a algún lugar.

“Hemos tenido la oportunidad de viajar, conocimos Cataratas, Bariloche y varios lugares más”, describe. Y confiesa que Pergamino es un lugar en el que le gusta vivir, aunque de chica soñaba con volver a Rancagua. Trae una anécdota de su niñez cuando habla de esto y cuenta que siendo una niña su padre la llevaba hasta la Terminal que estaba en Merced y Pueyrredón, me subía al colectivo que me llevaba a Rancagua. Allá me esperaban mis tíos. Allá jugaba y me daban todos los gustos. A una cierta hora, sin ser de noche, me subían al colectivo de regreso, me encargaban al colectivero y papá me esperaba en la estación. Volvía cargada de papas y verduras porque mis tíos tenían huerta”.

El interrogante sobre el futuro la encuentra deseando el bien. Añora trabajar, lo confiesa con claridad: “Si me llamaran para volver a la escuela, lo haría mañana. Lo mismo que hago en mi casa, podría hacerlo en la escuela”.

En lo personal no tiene temas pendientes. “No sé si tuve la vida que soñé. Mejor dicho no sé si soñé cómo quería vivir. Pero la verdad es que no estoy arrepentida de haber vivido del modo en que viví”, afirma convencida de haber puesto la impronta de su personalidad en cada acto.

Disfrutar

Su presente es sencillo. Abocada a las tareas de su casa, disfruta de su autonomía y acepta con tranquilidad el transcurso del tiempo. Solo la desvela el bienestar de los suyos. Su tiempo lo invierte en disfrutar de las pequeñas cosas. Eso incluye salir de vez en cuando con sus compañeros de la Escuela de Estética, pasear con su esposo y disfrutar del tiempo en familia. “Con Isaías nos gusta ir al Café de las Letras, a tomar un té, sentarnos y ver la gente pasar.

“Después de mucho andar y trabajar uno necesita distraerse y disfrutar. Sin tirar manteca al techo, uno necesita un poco de descanso. Yo en mi casa estoy contenta, la paso bien. Mi esposo y yo estamos bien, no dependemos de los hijos, pero de vez en cuando necesitamos cambiar de ambiente, viajar, pasear”, relata, casi sobre el final. “Tenemos que hacerlo ahora que podemos caminar, ver y comer de todo. Si uno puede disfrutar, tiene que hacerlo”, concluye en una premisa que muestra una convicción. A los 81 años, con simpleza, es una mujer que sabe dónde está lo importante.


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