Editorial

No podemos “quemar” generaciones en la hoguera de la ignorancia


Podemos coincidir que en el Siglo XXI, más que en ningún otro siglo, el activo más importante que tiene una nación es la educación de su pueblo. Es esto lo que les permite llegar a niveles de desarrollo humano para destacar, con una calidad de vida deseable. Esos estándares en que solemos los argentinos establecer nuestras aspiraciones, como Dinamarca o Noruega, son países centrales que se ocupan enormemente por esta cuestión, con planes de estudio acordes a cada etapa y momento del devenir mundial, con exigencias concretas, fomento de la creatividad, de la responsabilidad, todo es parte del modelo educativo que se pretende. No hay otra ventaja comparativa que nos diferencie de estas sociedades más que la educación. Este aspecto es la fundamental y excluyente riqueza de esos países.

En la Argentina, años de despreocupación, de atraso, de relajo y de no haberle dado a la educación el sitial que le corresponde a su importancia en la sociedad moderna, nos han ido llevando de ser un faro en América Latina, a tener niveles de deserción alarmantes de nuestros estudiantes. Y cuando hablamos de educación no nos referimos de manera exclusiva a la escuela, a lo formal, sino también a las familias, que tampoco le dan a la educación un lugar de relevancia. Baste para ilustrar el desprejuicio con los padres que fomentan o admiten que sus hijos utilicen todas las inasistencias permitidas, sacándolos de vacaciones incluso en plena época de clases para aprovechar los precios de la temporada baja turística. En los países centrales, la inasistencia a clase de un hijo sin justificación de salud es penada con multas y prisión.

Por eso no debiera sorprendernos, sí preocuparnos y mucho, el informe de la Unicef que presentó “Posicionamiento sobre adolescencia en el país”, un documento sobre la realidad en salud, educación y derechos de los chicos y las chicas de entre 10 y 18 años. Los resultados demostraron que más de la mitad de ellos no termina el secundario y que 1 de cada 6 trabaja.

Hablamos de una franja que abarca cinco millones y medio de jóvenes de los cuales, medio millón está fuera de la escuela y solo el 45 por ciento logra terminar sus estudios secundarios. Cómo no preocuparnos si los jóvenes se están perdiendo en términos de educación la etapa caracterizada por el potencial, tanto de capacidades, como de aspiraciones y creatividad. El panorama es desalentador, porque esto no se revierte ni con un cambio de gobierno ni con un viraje de modelo. Va mucho más allá de ello y son años los perdidos y los que demandaría revertir el cuadro, si realmente se tomara la decisión. Literalmente hablamos de generaciones enteras que naufragan en la desidia de las decisiones no tomadas o mal tomadas.

Cuando se buscan razones para la deserción, no podemos menos que mirar a la familia, ausente, desarmada o irresponsable de la crianza de sus hijos. Ya que el informe remarca que el abandono escolar “está fuertemente relacionado con la inserción temprana en el mercado de trabajo, sobre todo entre los varones, y el embarazo entre las mujeres”. ¿Dónde están los padres que no apoyan a esos jóvenes para que puedan seguir estudiando aunque más no sea el secundario?

Y mientras discutimos cómo encarar la educación sexual en la escuela, sin ponernos de acuerdo, como en todos los temas, el 15 por ciento de los nacimientos en Argentina son de embarazos adolescentes: seis de cada 10 no son planificados y uno de cada 10 mujeres abandona la secundaria por tal motivo o porque se aboca al cuidado de sus hijos, hijas, hermanos o hermanas menores. Esa jovencita sin más instrucción que la escuela primaria, criando niños cuando tiene que formarse ¿qué futuro le espera?, ¿qué tipo de empleo creen que obtendrá cuando sea mayor?

Es muy triste ver cómo niños y niñas que hicieron, incluso, una primaria sin mayores problemas, a medida que crecen empeoran, explican en Unicef, quizá porque necesitan de más atención y en realidad reciben menos. Por eso la educación primaria, por ejemplo, prácticamente es universal pero en la secundaria hay medio millón de adolescentes que no está en la escuela.

Cuando hablamos de analfabetismo, la realidad es que lo tenemos muy bajo, precisamente porque esa escuela primaria que enseña a leer y escribir se mantiene a lo largo y a lo ancho del país. Sin embargo estamos formando un sector de analfabetos de conocimientos básicos para el Siglo XXI.

También, las carencias económicas se hicieron presentes entre los jóvenes. Según Unicef, la pobreza afecta mayormente a este grupo etario: uno de cada dos adolescentes de entre 13 y 17 años es pobre; entre los 14 y los 15 años, uno de cada seis trabaja; entre los 16 y los 17 años, lo hace uno de cada tres. Son índices muy altos de necesidad para un sector de chicas y muchachos que aunque parezcan casi adultos no lo son y están en plena formación. Son pobres y terminan por abandonar lo único que puede salvarlos de esa situación: su educación. Nada perpetúa más la pobreza que la ignorancia…

El informe también ingresa en un tema muy delicado, la violencia. Precisamente porque las manifestaciones más graves de violencia tienen lugar dentro de los hogares, ocurren en privado y son difíciles de detectar. Y volvemos al comienzo de nuestra tesis ¿esa familia qué hace con ese chico o chica que no lo contiene ni educa? Entre los 12 y los 14 años, uno de cada tres chicos y chicas sufren castigos físicos por parte de sus padres; entre los 15 y los 17 años, la proporción es uno cada cuatro. En cuanto a los casos de suicidio adolescente, en 2015 se registraron 438 muertes, de las cuales tres de cada cuatro se corresponden con un varón.

El castigo físico es claramente parte de la ignorancia familiar, un modo desgraciado en que los padres descargan su frustración y su ira en sus hijos menores, la falta de conciencia de cómo criarlos para evitar conflictos. Pero las cifras contrastan contra la idea de que uno cada 25 adultos a cargo de los niños cree que se los debe castigar físicamente. Uno de cada 3 adolescentes entre los 12 y los 14 los sufre por parte de sus padres y uno de cada cuatro entre los 15 y los 17 años. Por ser víctimas de abuso, violencia, abandono o trato negligente, 3.654 adolescentes de 13 a 17 años viven sin cuidados parentales en instituciones y familias alternativas.

El panorama decimos no es alentador, pero no se trata solo de la escuela como institución de la que nos debemos ocupar y seriamente, sino de la familia, con los niveles de responsabilidad tan bajos que exhiben los padres, la mejora educativa será más difícil de implementar y la verdad es que si no queremos “quemar” generaciones en la hoguera de la ignorancia, debemos trabajar mucho en una nueva escuela secundaria pero con obligaciones claras para los padres, no sólo para los chicos.


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