Angel Evaristo Vecino tiene en el rostro la expresión de las personas buenas. En octubre cumplirá 91 años y todo el mundo lo conoce por el diminutivo de su nombre: "Angelito". Se reconoce en ese modo de ser convocado: "Voy por la calle y pasa gente en moto con casco y me grita 'Chau Angelito' y yo ni sé quiénes son", dice en el inicio de la entrevista que se desarrolla en un tono distendido y amable.
Cuenta que nació el 26 de octubre de 1933 en el seno de una familia muy humilde. "Me anotaron tres días después. Voy a cumplir 91 años y nadie lo cree", acota. Su mamá fue Ana Pagano y su papá, José Vecino. "Fui el segundo hijo de cuatro varones. Mis hermanos fueron Horacio, José y Roberto. Solo quedamos José y yo".
"Mi familia era muy pobre, vivíamos los seis en una habitación de cinco por cinco en calle Pico 723, había una letrina y nos turnábamos para bañarnos en un fuentón", describe y reconoce que tiene muy pocos recuerdos de cuando era chico. Menciona que a los 6 años lo llevaron con su abuela materna para que fuera al colegio. Hizo los tres primeros años de primaria en la Escuela N° 16. "Solo me acuerdo de la maestra de segundo grado: la señorita Candela". En 1943 cuando falleció su abuela, regresó a casa de sus padres y continuó su escolaridad en la Escuela N° 22. "Guardo recuerdo de mi maestra de cuarto grado, la señorita Gorordo, y también de la directora".
Todo lo demás que menciona de su infancia está asociado al trabajo. Siendo muy chicos iban con su padre a recolectar papas y más tarde, desde 1944 hasta 1947 iban a la juntada de maíz que se hacía a mano. "Debido a ello perdíamos días de clases, pero mi mamá nos mandaba a una maestra particular que vivía en Pico y Maipú, y eso nos permitía no atrasarnos", destaca valorando el empeño de su madre que siempre buscó brindarles las herramientas para que forjaran su porvenir.
Trabajar desde siempre
Cultivó la cultura de trabajo desde chico y la adoptó para siempre. "Mi madre siempre nos buscaba algún trabajito para hacer", refiere y comenta que durante un tiempo siendo aún un niño realizó tareas en una quinta donde cuidaba cerdos y llevaba a las vacas por callejones que estaban al fondo de avenida Paraguay.
"Mi padre era analfabeto, él no sabía leer ni escribir, pero era muy inteligente y siempre quería progresar. Trabajaba como contratista de una firma, Vergilli- Descenzi, mayorista de frutas y verduras y me llevaba con él".
La casa de fotografía
En su memoria quedó inscripta una experiencia laboral que tuvo siendo joven y que atesoró para siempre, quizás porque detrás de ella había una vocación que quedó pendiente: "Fui a trabajar en Fotografía Corti, un negocio importante donde estuve cuatro meses y en el que aprendí mucho", refiere.
"Yo era cadete aprendiz, y a los tres meses, ya sabía revelar como aficionado, preparaba las drogas, y hasta me habían construido mi propio cuarto oscuro, porque veían que era una actividad que me gustaba con locura", prosigue en un relato precioso que es testimonio de otras épocas.
"A los tres meses el señor Corti me había hecho hacer el cuarto oscuro, pero al mes siguiente mi papá me sacó porque había comprado un camión y me necesitaba trabajando con él y con mi tío. Yo cobraba treinta pesos por mes en la casa de fotografía. Cuando dejé, el señor Corti con Puebla, que era el revelador principal, se presentaron en mi casa a buscarme y me ofrecieron 50 pesos; a la semana siguiente regresaron porque consideraban que yo era inteligente y tenía un porvenir y me ofrecieron cien pesos por mes. Y así semana a semana hasta que terminaron ofreciéndome un sueldo de 150 pesos que era igual al que cobraban los empleados del ferrocarril, que eran los mejores remunerados. Y a pesar de todos esos intentos y de mi deseo de regresar, mi padre no me permitió volver", relata, reconociendo que aceptó esa voluntad con cierta resignación: "Son cosas que pasan. Tenían que ser así".
El camión
Fue así como tras dejar atrás su tarea en la casa de fotografía, se volcó de lleno a la actividad del camión, un Chevrolet del año 29. Lo hizo casi sin saber conducir. "Yo solo andaba en jardinera, con el caballo. No sabía manejar, y de un día para otro, comencé a andar en el camión. Hasta el día de hoy me acuerdo el día que salí por bulevar Paraguay que por entonces era de tierra, trataba de frenarlo como quien frena el caballo".
Dueño de una enorme responsabilidad, aprendió a realizar la tarea que le encomendaron. "Crecimos, compramos otro camión, seguimos trabajando mucho. Cuando mi padre falleció seguí trabajando con mi tío. Hacíamos viajes, nos iba bien, comprábamos montes de naranjas en San Pedro, íbamos a doscientos kilómetros a vender en la calle".
Ese fue su trabajo hasta que le tocó el servicio militar. "Pensé que me iba a tocar aviación, pero me tocó marina. Mi mamá inició un trámite, y gracias a él entré el 16 de enero de 1954 a la Base Aeronaval de Punta Indio y el 10 de septiembre de ese mismo año me dieron de baja. Si eso no hubiera sido así me hubieran tocado las dos revoluciones adentro", refiere y comenta que tiempo después se encontró con compañeros de su clase que estando en el servicio militar habían vivido el tiempo de la revolución, y tomó conocimiento que varios de sus pares habían resultado muertos. "Se ve que mi destino era otro", reflexiona.
El transporte y otros caminos
Al volver del servicio, siguió en el camión. "Con mi tío compramos un transporte y durante nueve años nos dedicamos al transporte de cargas y encomiendas", comenta y refiere que para entonces él ya había conformado su propia familia junto a Esmeralda Mercedes Caputa. "Decidimos vender el camión, comencé a trabajar con mi suegro que tenía un bar donde está el correo, pero tampoco daba, así que comencé a buscar mi propio camino".
En ese tiempo había nacido su primer hijo, José Angel. "Nació enfermo y falleció a los 4 años", cuenta Angel y señala que cuando ese desenlace ocurrió ya había nacido Ricardo Alfredo (63) y tiempo después llegó María de los Angeles (60).
El puesto de frutas
Buscando siempre la posibilidad de ganarse el pan honradamente, en una ocasión se presentó ante el intendente Ernesto Illia y le pidió que le diera permiso para vender frutas y verduras en una esquina del centro de la ciudad. "Me dio permiso para vender en Doctor Alem y Avenida, con la condición de que la esquina estuviera limpia, que yo estuviera presentable, que el peso de las frutas y verduras que vendía fuera exacto y que no cobrara caro", señala. Acató esas indicaciones al pie de la letra e hizo de ese puesto callejero un lugar prolijo. Compró una balanza nueva que colgó de un árbol, puso un tablón con dos caballetes y estuvo allí varios meses ofreciendo productos frescos de buena calidad a excelente precio. En el mientras tanto, se había anotado para ingresar a la Cooperativa Eléctrica, había hablado con el doctor Solá manifestándole su intención de ser cartero y se había anotado a través de su amigo Juan Conti, para trabajar como repartidor en la empresa Terrabusi". Lo llamaron de ese último lugar, y el mismo día en que se subió al camión, vendió toda la mercadería del puesto e inició una nueva etapa.
Un buen empleo y la jubilación
Trabajó como repartidor durante treinta años. "Era una tarea sacrificada porque había que andar mucho, pero tenía su recompensa, pagaban sueldo y comisiones", menciona y comenta que haciendo ese trabajo se jubiló a los 60 años. "Cuando me jubilé seguí haciendo algunas cosas. Me agarró el síndrome que sufren todos aquellos que se jubilan, salen a inventarse un nuevo trabajo", refiere y se reconoce incansable y tenaz.
Realizó varias y diversas actividades, ya retirado del mercado formal y junto a su esposa instaló un polirubro en su casa. "Nos iba bien, viajábamos a Buenos Aires a comprar ropa, todo marchaba hasta que en el 2001 con la crisis, nos fundimos y ahí como la jubilación no alcanzaba hicimos de todo, una señora nos traía ropa a casa para cortar hilos. Salimos adelante", resalta afirmando que su familia fue siempre un pilar.
Su presente
Viudo hace cuatro años, Angel vive con sus hijos: "María de los Angeles está divorciada y tiene dos hijos Héctor Daniel (42) y María de las Mercedes Illarra (40). Ricardo va al Taller Protegido y me acompaña a todas partes". Habla con profunda alegría de sus bisnietos: Indio León (12), Hada Liza (10), hijos de María de las Mercedes; y Margarita (3) hija de Héctor. "Los dos más grandes viven con su mamá arriba de casa, así que están siempre conmigo. Los llevo todos los días al Colegio Santa Julia y a Indio lo acompañamos con Ricardo a Douglas donde juega al fútbol".
Su presente tiene que ver con la presencia siempre dispuesta para los suyos y con el compartir lo cotidiano. "Nunca me aburro, todavía manejo, así que llevo y traigo a los bisnietos y a Ricardo", señala y reconoce que no hay nada que le hubiera gustado hacer de otra manera. No es de las personas que se detiene en lo imposible. Por el contrario, es de aquellos que avanza sorteando cualquier obstáculo con la convicción de que el buen obrar tiene recompensa. "Estoy muy contento con el trabajo que tuve, con la familia que formé", expresa. Quienes lo conocen saben que afrontó con entereza cada una de las pruebas que le puso por delante la vida. Agradece cada sacrificio realizado porque siente que obtuvo los frutos de esa siembra.
"Me gusta la vida que tengo. Cuido a los míos, me preocupo por ellos. De noche me levanto y si Ricardo está destapado, lo tapo como cuando era chico", señala y al hacer esa descripción de su cotidianeidad surge aquello que lo mantiene vivo y activo: el brindar a los suyos todo de sí.
Un hombre bueno
Sobre el final, cuando la pregunta lo invita a definirse a sí mismo, piensa. Enseguida dice: "Diría que soy un hombre bueno". No es una definición casual. Es una cualidad que lo muestra en su esencia. Siente que no guarda rencores, que agradece lo que tiene y vive en la paz de su cotidianeidad abrazado a sus afectos. "Hoy mi vida son mis hijos, mis nietos y mis bisnietos. Vivo tranquilo, no paso necesidades, ayudo en todo lo que puedo. Mi mayor satisfacción es cuidar a mi hijo Ricardo, consentirlo en todo y acompañarlo. Y la alegría más grande me la dan los bisnietos que son adorables", concluye, satisfecho.