Editorial

Sin diálogo sustentable la violencia escala


Cada país atraviesa por diversas problemáticas nacidas, si miramos con atención, de cuestiones sociales mal resueltas. Es así como los conflictos terminan traduciéndose en violencia, porque en la medida que no se apele al diálogo, la paz social termina suicidándose en un rincón. Esta es una realidad que a los argentinos también nos toca, con el agravante que la cercanía de una elección de medio término altamente polarizada hace el resto. Así la grieta se vuelve abismo y la convivencia se ensombrece hasta oscurecer el paisaje.

Es que estas cuestiones sociales cuando no se resuelven siendo incipientes, los desbordes pueden generar grandes males a una nación. Lo hemos visto en Colombia, sin ir más lejos, donde la intolerancia política dio lugar a una de las guerrillas más longevas y duraderas de América Latina. Y recién este año se ha logrado convertir a los insurgentes en un partido político, para que sus planteos tengan un tratamiento legítimo, sustentado por el apoyo de ciudadanos, y no como consecuencia de presiones indebidas al Estado y la sociedad. Pero para llegar a este punto pasaron décadas de dolor; en medio corrió mucha sangre, secuestros y enfrentamientos. Y sin ir a extremos tan complejos como el de las Farc, la idea de línea gruesa que se repite en todos los países es que la ausencia de diálogo para resolver problemáticas sociales lleva a la violencia, a la represión, y a la ausencia de paz social, un valor que es primordial para que una nación se desarrolle.

En Argentina está sucediendo algo similar (salvando las distancias en cuanto a las problemáticas de origen) que en Colombia, por cuanto no hay una mesa de diálogo establecida sino conversaciones puntuales y espasmódicas, que aparecen en respuesta a presiones que se dan en las calles, con el pueblo como fuerza de choque.

En estos momentos, por ejemplo, el Gobierno va ganando espacio de diálogo con la CGT para evitar el paro con el que el ala dura amenaza; si no existiera la posibilidad de paro, difícilmente habría tanta conversación. 

Por otro lado, están los movimientos sociales y allegados. El oficialismo y el triunvirato de organizaciones piqueteras negocian, pero de malos modos, siempre bajo la inminencia, la amenaza, la crisis. Ahora, por ejemplo, buscando una salida ante la amenaza de manifestaciones que incluirán concentraciones con ollas populares en las puertas de los supermercados, pospuestas hasta el jueves próximo. Es sabido que esta “visita” a los supermercados para pedir alimentos puede terminar, como pasó otras veces, en inicios de saqueos.

El desencadenante de la discordia fue la reunión que, el viernes pasado, mantuvieron las organizaciones sociales con la ministra de Desarrollo Social, Carolina Stanley; su par de Trabajo, Jorge Triaca, y el vicejefe de Gabinete, Mario Quintana. Allí, el Gobierno puso límites al pedido de las organizaciones, que reclamaron la “plena implementación” de la ley de emergencia social, la inclusión de 150.000 familias en planes sociales conocidos como salario real complementario y comenzar a discutir la emergencia alimentaria en el Congreso. Enojados por el pedido de “analizar de manera más profunda” números y asignaciones, las organizaciones abandonaron la mesa de diálogo, aunque las conversaciones con Stanley continuaron.

En este punto comienzan las acusaciones cruzadas: los piqueteros dicen ser engañados porque la ley de emergencia social se aprobó en el Parlamento pero es poco y nada lo que han recibido mientras los sectores más pobres están en emergencia alimentaria. El Gobierno trata de mantener canales de diálogo pero no quieren que los grupos de la protesta los acorralen y amenacen con sus exigencias. En el Gobierno agregaban que el costo del reclamo alcanza unos 660 millones de pesos mensuales adicionales (unos 8.000 anuales) no contemplados en las previsiones oficiales.

La cuestión electoral no es menor en este juego, porque las agrupaciones piqueteras se dividieron unas en apoyo a Sergio Massa, otros a Florencio Randazzo, a Cristina Kirchner y a sectores de la izquierda y en el oficialismo chicanean con que camino a octubre no tienen posibilidades de ganar. Los piqueteros afirman que el Gobierno aprovechó los resultados electorales para endurecer el diálogo.

La discusión entre Stanley y las organizaciones tiene que ver con la puesta en marcha de la emergencia social, que prevé erogaciones por  30.000 millones de pesos en cuatro años y la participación de esos grupos en la elaboración de un “censo” de la pobreza a nivel nacional. Según los números oficiales, ya se entregaron 170.000 planes -según los piqueteros, son menos de 100.000, y por eso piden 150.000 más- y ya se gastaron 9.000 millones del total presupuestado por ley hasta 2019.

Nadie ignora que en un país donde la pobreza trepa a más del 30 por ciento está en problemas y debe buscar el modo de morigerar esta situación hasta que lleguen tiempos de bonanza, de mayor desarrollo, de baja de índices de desempleo. De eso se trata este momento. El problema que tenemos desde hace años es que el Estado no se hace cargo de la ayuda social en forma directa sino a través de organizaciones, donde hay dirigentes que dicen representar a la masa de beneficiarios y quienes presionan bajo la amenaza de marchas, ollas populares y cortes de calles y rutas. Y la realidad es que en la medida que el flujo de fondos se bajen a través de organizaciones, los beneficiarios están a merced de estos dirigentes que los llevan a protestas en forma permanente. Algunos estarán dispuestos a ir a las marchas y otros quizás no, pero nadie puede darse el lujo de perder el beneficio que cobra.

En este marco no es menor que el Gobierno anuncie que a partir de esta semana un novedoso sistema para pagar los beneficios sociales. Se trata de una aplicación que estará disponible en cualquier teléfono móvil y que puede ser utilizada como una verdadera “billetera digital”. La Anses acreditará los planes sociales a través de esta nueva tecnología y la gente luego podrá realizar compras -sobre todo de alimentos- utilizando el mismo circuito. Esta cuestión decimos que no es menor, porque al recibir el beneficio directamente en el teléfono, muchos dirigentes que se quedan con parte de los planes que distribuyen -cosa que es sabida por todos- “para sostener la organización”, se verán en figuritas para poder hacerse de dinero en estas nuevas circunstancias. Porque no hay que llamarse a engaño, para algunos “jefes” piqueteros la pobreza es un negocio y en algunos casos muy fructífero.

Es claro que en la medida que el Gobierno avance en el blanqueo de los fondos que se les otorga a los beneficiarios y eluda a las organizaciones, los conflictos comenzarán a escalar aun más, por eso es tan importante generar una mesa de diálogo seria, amplia y de cara a la sociedad, que tenga una periodicidad de trabajo, y cada sector con un representante debidamente identificado tanto para el Gobierno como para sus adherentes, porque es el modo de desnudar las actitudes cuando no son claras. Así, cuando la obstinación y la búsqueda del beneficio propio anula las posibilidades de acuerdo y el diálogo se corta, los representados, verdaderos necesitados de la ayuda, sabrán a quién reclamar y el porqué de las decisiones que deriven de la actitud de su jefe.

Una mesa de diálogo social, debidamente conformada, legitimaría a los verdaderos representantes de los intereses del pueblo y sacaría las caretas de los energúmenos que lucran con los pobres. Un órgano así, con trabajo regular y no espasmódico es el primer paso para conformar a todas las partes y procurar la paz social que nos falta. Sería lo más parecido a lo ocurrido en Colombia desde que el Ejército de Liberación Nacional dejó las armas para conversar sobre intereses y ya no sobre posiciones. Eso es lo que necesitamos aquí: que quienes toman las calles se sienten en la mesa a conversar y a escuchar, predispuesto a ceder posiciones para sostener lo que verdaderamente importa: los intereses reales de la gente. Y si esto no funciona, si no son escuchados, entonces sí, con justa razón, a tomar la calle. Pero no antes, no sin haberse intentado el diálogo fluido, concreto y debidamente representadas las partes.  

Porque una cosa es enfrentar la pobreza y ayudar a que esa porción de la población salga adelante lo que es lógico, necesario y legítimo y otra muy distinta es permitir que organizaciones armadas al amparo de los más necesitados, acorralen al Gobierno y pongan en jaque la paz social para no perder sus privilegios.

 


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