Editorial

Nunca es dura la verdad, lo que no tiene es remedio


Uno de los problemas más difíciles de resolver en la Argentina es, sin lugar a dudas, la pobreza estructural, invariable desde los 80, aquella que se hereda y de la cual no se puede salir con facilidad. Por eso abuelos, padres e hijos terminan siendo invariablemente pobres. A falta de soluciones ciertas que lleven al desarrollo humano volviendo al círculo virtuoso de la movilidad social, se ha ido perpetuando este estado de cosas hasta la actualidad.

La crisis de 2001 en este sentido marcó un quiebre muy importante respecto de esta pobreza estructural, porque cuando el desastre económico llevó a la Argentina al borde de una guerra civil, nacieron los planes de ayuda social directa. El primero, el “Plan Trabajar” ayudaron a pagarlo, incluso, organismos internacionales. Y de allí en más no hicieron más que crecer y multiplicarse, perpetuando la situación de un sector de la sociedad.

Si lo observamos desde el punto de vista de los derechos humanos, es una tragedia que tantas familias deban vivir de la ayuda estatal únicamente, recluidos en sectores donde el principal capital para cambiar la realidad de sus hijos es la educación, pero donde las escuelas se caen a pedazos y la instrucción es, por lo menos, de calidad cuestionable.

Y es una tragedia, decimos, porque esta situación afecta a casi seis de cada 10 chicos en la Argentina. Sin alimentación adecuada, vivienda, educación u obra social, entre otros derechos, esta medida de pobreza, más amplia que la que solo toma los ingresos de los individuos o las familias, alcanzaba a un 58,7 por ciento de los chicos menores de 17 años a fines de 2016, según datos de la Universidad Católica Argentina (UCA). Son 7,6 millones de chicos.

Precisamente, este es el sector donde debe poner el acento cualquier programa que pretenda erradicar la pobreza, en los niños, ofreciéndoles no solo ayuda económica en el mientras tanto, sino fundamentalmente educación, carreras, oficios, planos objetivos que le permitirán cambiar su realidad y no perpetuar esa pobreza heredada de abuelos y padres. Más que nunca, hoy la educación es la única salida de la pobreza. En términos de progreso económico, es eso o la delincuencia.

Y aquí ingresamos en un costado más oscuro si se quiere respecto de la pobreza estructural: la utilización política de esta tragedia con fines de clientelismo, porque entonces ya no son tan importante las condiciones objetivas de la economía del país para mejorar la situación de las familias en estado de vulnerabilidad. Un sector de la política comprendió rápidamente que el clientelismo genera una fidelización de voto como ninguna otra cuestión, sea ideológica, de carisma e incluso de gestión.

La pobreza estructural unida a la política, en la forma de clientelismo, se ha convertido en un pasaporte a la perpetuidad de una situación donde la dignidad personal y familiar se reduce al cobro de un plan de ayuda social que, por otra parte, hoy se hace muy necesario, eso no se pone en duda. Lo que no vemos es la reacción de la dirigencia para tratar de tender un puente a los hijos de esas familias vulnerables para que ellos puedan romper el círculo vicioso de la pobreza. Lo que insistimos solo se logrará si mejoramos las posibilidades educativas de estos menores.

Es así que en este juego del clientelismo, intendentes por ejemplo, emigran de un sector a otro con la mochila de los votos a cuestas, lo mismo que legisladores que manejan cupos de planes y jefes de organizaciones sociales, quienes “venden” un paquete de sufragios fidelizados por los subsidios que otorgan. La degradación política es, en este punto, tan descarnada como vergonzante, en un país donde la pobreza y la falta de posibilidades no ha hecho más que escalar en los últimos veinte años.

Como la cuestión ideológica parece ser histórica entre buena parte de la dirigencia, ese paquete de votos clientelísticos hoy lleva a votar en un sentido y mañana puede ser que en otro; depende lo que le convenga a quien reparte los beneficios, porque quien recibe ayuda social es pobre, es vulnerable y no podríamos reprocharle que no se anime a independizarse del “puntero” cuando lo que está en juego es la comida de sus hijos.

Y así se va escribiendo una historia de dependencia dolorosa…

Solo a modo de ejemplo, porque hay muchos otros, el intendente de Hurlingham, Juan Zabaleta, fue uno de los que emigró de Florencio Randazzo para apoyar a Unidad Ciudadana, la alianza que Cristina Fernández de Kirchner conformó para las elecciones legislativas de este año sin incluir al sello del Partido Justicialista. El salto a Unidad Ciudadana de Zabaleta se da en momentos donde Cristina incluye a los intendentes para la segunda etapa de la campaña. Otros jefes comunales siguieron la misma suerte, cambiando velozmente de interés político cuando vieron que los K reunían más votos que Florencio y como se dice en política “hay tantos que les gusta ir a socorrer al ganador”, una ironía que refleja una realidad.

Pero a lo que vamos es que cuando Zabaleta y tantos otros se cambian de bando, no estamos frente a una reflexión ideológica o al aporte de cuadros técnicos. No hay ese tipo de interés a la hora de conformar equipos. Lo que hay detrás de cada nombre en nuestra grilla de dirigentes es una mochila de votos y por eso serán valorados a donde lleven su apoyo.

La realidad argentina se ha complejizado de tal modo con la cuestión de la pobreza, que nos es difícil a estas horas imaginar cuánto tiempo y qué acciones llevará transformar esta realidad, siempre y cuando sea sincera la voluntad política de terminar con estas prácticas abusivas sobre los más vulnerables.

 

Porque como canta Serrat: “Nunca es dura la verdad, lo que no tiene es remedio”.


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