Perfiles pergaminenses

Catalina Farina, una costurera de alma formada en la época de esplendor de la industria textil


Catalina Farina trazó su “Perfil Pergaminense” en un clido dilogo con LA OPINION

Crédito: (LA OPINION)

Catalina Farina trazó su “Perfil Pergaminense” en un cálido diálogo con LA OPINION.

Trabajó desde los 14 años en fábricas que funcionaban como verdaderas escuelas. Allí aprendió los secretos del oficio que todavía ejerce, hoy de manera independiente. El amor por la costura lo tomó de su madre quien, con una máquina a pedal que se había traído de Italia, le enseñó a dar las primeras puntadas. Su dedicación y el esfuerzo compartido con su esposo, hicieron todo lo demás.

Catalina Farina nació en Pergamino el 21 de diciembre de 1959. Tiene 62 años y gran parte de su vida transcurrió en el barrio José Hernández, donde actualmente vive junto a su familia. "Viví en la casa paterna hasta que me casé y años después volvimos al barrio, a calle José Hernández al 1500", cuenta en el comienzo esta mujer, hija de padres italianos que habían llegado al país siendo muy jóvenes en busca de un destino que encontraron de la mano del trabajo. "Mi papá fue José Farina, que falleció a los 62 años de un infarto; y mi madre fue Calógera María Rampulla, que falleció el año pasado a los 92 años", menciona y nombra a sus hermanos: Cayetano (67), María Grazia (65), Josefina (66), Rosalía (64) y Nina (61), con quienes creció compartiendo una infancia feliz. "Tuvimos una niñez hermosa, con la tranquilidad de vivir en el campo".

"Mi padre se dedicaba a trabajar la tierra, eran caseros de la casa donde vivíamos y esa vivienda y una hectárea fue la recompensa que recibió cuando esos campos se vendieron. Ese pedacito de tierra lo dividió y nos regaló a cada uno un terreno, por esa razón todos vivimos muy cerca", refiere y recuerda que en su casa siempre se alimentaron de los frutos que daba la tierra y de los animales que criaban. Todo era "casero" y detrás había una mujer, que fue su madre, siempre dispuesta a acompañar en el esfuerzo y ocuparse de los hijos con apego y mucha dedicación.  

Las anécdotas que relata pertenecen a un tiempo muy diferente al de hoy y a una zona de la ciudad que por entonces era rural. "En el barrio no había calles, solo campo y tranqueras".

Cruzaba tres campos para ir a la Escuela Nº 50, un establecimiento de salones de madera y techos altos. Recuerda las heladas, los días de lluvia, pero fundamentalmente rescata la alegría con la que vivían el recorrido hasta llegar. "Nos íbamos encontrando con todos los chicos del barrio y regresábamos también todos juntos".

El oficio elegido

Catalina creció viendo a su mamá coser. Ella les confeccionaba las prendas y también les enseñaba a que tanto ella como sus hermanas pudieran coser las prensas para sus muñecas en una máquina a pedal que se había traído de Italia. Lo cuenta con esa emoción que conmueve. Quizás allí nació su vocación de costurera, oficio que eligió cuando fue tiempo de comenzar a trabajar. "No teníamos posibilidades de seguir estudiando, así que cuando terminé la primaria hice un curso de bordado y también de corte y confección y más tarde, a los 14 años, ingresé a trabajar como aprendiz en el taller de costura de Raies, un lugar que fue además una verdadera escuela".

"Tengo el mejor de los recuerdos, allí me encontré con compañeras que habían ido a la escuela conmigo y que hoy son mis mejores amigas", resalta. Dos años y medio después ingresó a Linotex. Y luego se incorporó a Wrangler, donde trabajó durante 17 años y volvió a reencontrarse con gente querida.

Era una época floreciente de la industria textil en Pergamino y generaciones enteras se formaban en la confección. "En Wrangler aprendí muchísimo, no solo de costura sino también de compañerismo", destaca.

Su familia

Trabajando en la fábrica conoció a su esposo, Juan Carlos Britos. El era mecánico de máquinas de coser, viudo y padre de dos hijos Pablo (50) y Paola (47). "El vivía en Buenos Aires cuando enviudó, sus hijos eran pequeños, se estableció en Pergamino con ellos, trabajó en Annan y más tarde en Wrangler, donde nos conocimos", cuenta Catalina. Se pusieron de novios y 11 meses después se casaron. Desde entonces conformaron una familia de la que están muy orgullosos y en la que son muy afortunados. Fruto del amor de ambos, al tiempo llegaron Carla (37) y Bruno (28).

El taller propio

Ya con su familia conformada, a raíz de un problema de salud de su hija y embarazada de su hijo menor, Catalina renunció a Wrangler y tomó la decisión de instalar su propio taller. Cuando la fábrica cerró, su esposo se quedó sin empleo y durante muchos años trabajaron juntos desde su casa para distintos talleres.

Estudiar, su meta cumplida

Para Catalina hacer sus estudios secundarios siempre había quedado como una asignatura pendiente. Cuando su hijo Bruno empezó la secundaria, ella tomó la decisión de iniciarla también. "La hicimos a la par y nos recibimos juntos", dice con orgullo. Cursó en la Escuela Nº1 de noche. Por ese entonces había vuelto a trabajar en relación de dependencia en el taller Provira para completar sus años de aportes y poder jubilarse, así que compatibilizaba estudio y trabajo para alcanzar su meta. "Salía del taller a las 18:00, me iba en bicicleta a la escuela y volvía a las 23:00. Lo hacía con gusto porque siempre había querido estudiar".

Afirma que sintió una enorme satisfacción cuando le entregaron su diploma y tuvo su fiesta de egresados: "Era algo que yo quería para mí y para poder contarle a mis nietos. Sabía que al jubilarme me iba a dedicar a cuidarlos y quería poder acompañarlos, ayudarlos con el colegio y decirles que su abuela había podido hacer el secundario de grande, yendo a la escuela todos los días".

La jubilación y nuevos proyectos

Trabajó en el taller hasta que cumplió 60 años. Dejó de ir a la fábrica cuando comenzó la pandemia y ya no regresó. "Me jubilé en pandemia", señala y comenta que ese cambio de etapa significó reordenar las rutinas de la vida cotidiana. Le tocó hacerlo en una coyuntura muy particular, atravesada por el confinamiento que limitó también muchas otras actividades que realizaba, como salir a caminar y tomar clases de gimnasia y zumba. 

Una vez más fue la costura la rescató y le dio sentido a un tiempo que transitó llevando adelante una acción voluntaria y solidaria: "Ese 19 de marzo, cuando todo era tan incierto, pensaba qué iba a hacer en mi casa; 10 días después me llamó un compañero, Ivan Nicolai, para preguntarme si me animaba a confeccionar barbijos ad honorem. Por supuesto que acepté".

"Hicimos muchos, les llevábamos a los bomberos, la Policía, los centros asistenciales y las estaciones de servicio. Escuchabas que en Europa no alcanzaban los barbijos y con esta iniciativa buscamos el modo de colaborar para lo que se nos iba a venir y que aun aquí no había llegado", expresa.

Dejaron de fabricar los barbijos cuando el Estado empezó a proveerlos sin problemas. Un tiempo después una fábrica la contrató para elaborar otros y así se mantuvo activa. "Un día, una compañera, 'Cata' Azcune, que tiene su propio taller, me trajo un hermoso barbijo de tela y me incentivó a que empezara a confeccionarlos. Lo hice, me empezaron a pedir, comencé a venderlos en los negocios del centro. Hasta el día de hoy sigo vendiéndolos". En paralelo, realiza arreglos de prendas para distintos comercios y también de manera particular. 

La gratitud

Afirma que le encanta su oficio y que no lo cambiaría por nada. Es una agradecida por lo que su actividad le ha posibilitado: "Con mi oficio y con el de mi esposo nuestros hijos pudieron estudiar, pudimos tener nuestra casa, humilde pero cómoda, nunca nos sobró nada pero tampoco les faltó nada a los chicos", resalta. Habla de sus con genuina gratitud, un sentimiento que la acompaña: "Pablo es ingeniero agrónomo y vive en Alberti; Paola vive en Buenos Aires y trabaja en administración; Carla es psicóloga y trabaja en equinoterapia; y Bruno es visitador médico. Cada uno pudo forjar su destino y nosotros pudimos acompañarlos brindándoles la posibilidad de que estudiaran y eso fue gracias a la costura. Durante muchos años trabajamos sin fines de semana, sin feriados, sin descanso, pero tuvo recompensa".

También con profunda alegría habla de sus nietos, con quien le gusta pasar tiempo y compartir vivencias. "Ciro tiene 8; Pilar, 5, Nicolás, 18, Azul, 17 y Joaquín 14, son hermosos y un verdadero regalo de la vida".

"Tenemos una familia muy unida y armoniosa", resalta, rindiéndole culto a esas raíces italianas en las que prevalece el verdadero significado del compartir y el velar por el bienestar de los seres más queridos. "Todos están encaminados y esa es una tranquilidad", afirma 

De la mano de su familia, la amistad completa el universo afectivo de 'Cata' como la llaman quienes la conocen. "La amistad tiene un valor enorme para mí es una palabra inmensa y tengo la dicha de tener amigas de toda la vida: Gloria Illarra, Mónica Schierloh y Susana Lucena, con quienes nos conocemos desde los 14 años".

Con dos de ellas, Gloria y Mónica; y junto a Verónica, Carina, Marcela y Anahí cada año comparten una peregrinación hasta San Nicolás para visitar a la Virgen, una experiencia sumamente gratificante para Catalina: "Antes hacía la peregrinación, pero desde hace unos años conformamos este grupo más reducido para caminar y lo hacemos con el sostén y apoyo de nuestras familias que nos acompañan para brindarnos la asistencia que necesitamos en el trayecto". 

Es una actividad que la reconforta y la vive con entusiasmo. Lo cuenta y se expresa agradecida a la vida por lo que le ha dado: "He tenido y tengo una vida muy linda".

En una máquina de coser

Sobre el final, cuando la pregunta la interroga sobre la vejez, confiesa que se imagina sentada en una máquina de coser haciéndoles ropa a sus nietos. Y con esa apreciación trae a la conversación el recuerdo de su madre y esa vieja máquina a pedal que todavía conserva. "Ella, además de vestirnos, se cocía sus propios delantales de cocina. Coser para ella era un acto de amor y para mí también lo es. Yo me hago mi propia ropa y le coso a mis nietos. Espero poder seguir haciéndolo", refiere y cuando habla de ese oficio entrañable, tan atado a su historia, hay un hilo que conecta lo que Catalina dice con lo esencial de la vida que es el amor puesto en cada cosa que uno hace, los aprendizajes que se toman en ese hacer y las enseñanzas que se dejan a quienes vienen detrás.


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