Perfiles pergaminenses

Daniel Moschini, el arte de amasar el pan cada mañana y vivir fiel a sus valores


Daniel Moschini en la panadería donde ejerce su oficio desde hace cuarenta años

Crédito: LA OPINION

Daniel Moschini, en la panadería, donde ejerce su oficio desde hace cuarenta años.

Es panadero desde hace 40 años y ejerce su oficio con la pasión del primer día. Acompañado por su familia, encuentra en la panadería de calle 3 de Febrero de Pergamino su lugar en el mundo. El relato de su historia de vida es una estampa de la sencillez de aquellos que abrazando sueños construyeron, sobre la base del trabajo, el porvenir.

Daniel Omar Moschini tiene 71 años y hace 40 que sus días comienzan con la rutina de hornear el pan, rindiendo culto a su oficio de panadero. En plena madrugada, invierno y verano, reestrena cada día el ritual de ir a la panadería, organizar la tarea y poner manos a la obra para esperar a los clientes que llegan a la búsqueda de productos que guardan el secreto de la elaboración artesanal. El Perfil Pergaminense de Daniel es el relato de una vida de trabajo y de familia. Lo que cuenta está fuertemente anclado a los valores aprendidos desde niño y honrados a lo largo de los años en su vida adulta. Nació el 1º de enero de 1950 en Pergamino. Hijo de Marino Moschini y de Rosa Parra de Moschini, creció en el campo de uno de sus tíos, donde aprendió a realizar tareas rurales. Ama el campo y ese hubiera sido su destino si no fuera por la propuesta de su suegro, que hace cuatro décadas le hizo cambiar el rumbo para aprender el oficio de panadero que abrazó con entusiasmo y pasión desde el primer día.

La entrevista en la que cuenta su historia se realiza en la panadería, en el lugar donde pasa sus días, disfrutando de la jornada laboral que se desarrolla en familia. Cuenta que nació en Pergamino, pero creció en Campo San Julio, en cercanías de Manuel Ocampo, donde uno de sus tíos arrendaba tierras. Creció en esa geografía, apegado a las costumbres sencillas. Sus padres y sus hermanos se quedaron en la ciudad. El solo venía para ir a la Escuela Nº 22, donde hizo hasta tercer grado.

"Mi padre era colectivero de la empresa que cubría el ramal a San Nicolás y más tarde y durante muchos años fue mozo del bar de la vieja Estación Terminal de Omnibus, cuando funcionaba en el edificio donde hoy funciona la Casa de la Cultura", refiere en el comienzo.  

"Crecí en el campo con mis tíos, Miguel Parra y su esposa, porque desde siempre me gustó la actividad rural. Estuve en el campo hasta los 20 años", agrega y menciona que dejó el colegio tres años después de haberlo iniciado para trabajar. 

Relata que sus padres vivían en Pueyrredón y Monteagudo, un lugar del que guarda lindos recuerdos. Y nombra a sus hermanos: "Fuimos cuatro en total, Mario, el mayor; yo; Rosa que falleció muy joven; y Norma que tiene 60 años".

Aunque no sabe de dónde tomó esa pasión por el campo, reconoce que desde siempre se sintió identificado con las tradiciones y las rutinas de la vida rural. Se define como un amante de los caballos y durante mucho tiempo se ha dedicado a cuidarlos. "No hablo de caballos de carrera, solo de caballos, animales nobles que tuve la fortuna de tener y dedicarme a su cuidado".

 "En el año 1974 mi suegro se sacó la lotería y para que yo pudiera tener a los caballos compró una quinta de seis hectáreas en La Guarida. Eso me dio la posibilidad de traer todos los que tenía desparramados en distintas estancias", comenta, en referencia a Héctor Cufré que fue la misma persona que tiempo después le propuso poner una panadería. 

El desafío de aprender

"Cuando me estaba por ir a trabajar a un campo en Carmen de Areco fue mi suegro quien me propuso la idea de la panadería. El era panadero y no quería que nos fuéramos ya que teníamos hijos chicos y mi esposa era hija única", señala. Ese ofrecimiento fue la semilla de "Panadería Facturería Artesanal 3 de Febrero", el comercio que el pasado 2 de junio cumplió 40 años de vida.

"Mi suegro conocía mucho el oficio porque lo ejercía. Tenía la vieja panadería de Scrinzi en Doctor Alem y Mitre. Siempre recuerdo que le respondí que lo único que sabía era que la harina era de color blanco, pero que de pan no conocía nada", cuenta en el transcurso de la charla. Esa honestidad de aquel día lo define. Lo mismo que su capacidad de trabajo: "Tomé la propuesta y el desafío con mucho entusiasmo y desde ese día me dediqué a aprender".

Menciona que aprendió los secretos de la elaboración del pan y otros productos de dos personas importantes en su historia de panadero: "El que me enseñó el oficio fue un muchacho de apellido Figueroa, que todavía vive, y que había trabajado durante muchos años en la panadería de los Courtial; y de Franco, un confitero muy bueno de la Confitería Imperial que funcionaba en calle General Paz".

Tomó con compromiso esos saberes y los enriqueció con el ejercicio cotidiano del trabajo. Le dedicó a la panadería muchas de las horas de su vida desde entonces sin desatender nunca a su familia que de una u otra manera se fue integrando a la actividad para conformar la identidad de esas panaderías de barrio -de las que quedan pocas- y que tienen la impronta de la sencillez y de la calidad.

El negocio funciona en la que en algún momento fue su casa. "Donde hoy está la venta al público era una habitación. Para armar la panadería necesitábamos espacio, así que me mudé a un par de cuadras.

La vida familiar

Cuando se inició en la actividad comercial, Daniel ya había conformado su familia junto a su esposa Olga Nora Cufré. Se habían conocido en El Fortín, donde ella tomaba clases de guitarra. El asistía a esa entidad que por entonces funcionaba en calle 25 de Mayo, fiel a su pasión por la tradición. Se pusieron de novios y tres años después se casaron, en el año 1970. Hace 51 años. Comparten la vida en el entendimiento que la clave de la permanencia es el amor, el profundo respeto a los valores de la familia y la comprensión mutua. "No hay demasiados secretos, la clave es entenderse".

Tienen tres hijos: Héctor Daniel, casado con Sandra Barboza; Gustavo Ariel; y María Alejandra. Son abuelos de nueve nietos: Antonella, Florencia, Natalia, Gonzalo, Sebastián, Estefanía, Ariana, Lucía y Stefano; y tienen una bisnieta, Amparo. "Ellos son todo para mí, los he disfrutado mucho y me gratifica que siempre estén cerca y comunicados con nosotros, aunque yo reconozco que no me llevo bien con la tecnología", sostiene. Su familia es su principal construcción y ese núcleo afectivo está sostenido sobre el pilar de los buenos valores.

Con pasión y generosidad

Ama su oficio y lo ejerce con pasión y generosidad. Cuando la entrevista lo convoca a hacer un balance del camino transitado se muestra agradecido a quienes le abrieron las puertas de esta actividad que le permitió forjar su porvenir. "El panadero es muy raro que te muestre los secretos de la elaboración del pan o que te dé la receta de algún producto. Sin embargo, yo me crucé con gente generosa. Y trato de ser generoso también con los que vienen detrás. Así como a mí me enseñaron y eso me sirvió mucho. Otros tienen que aprender", resalta y confiesa: "Tengo la costumbre de enseñar".

Describe que su jornada de trabajo se inicia cuando todos duermen, a las 2:20 de la madrugada. Ahí comienza a preparar todo para hornear el pan que amasó el día anterior y dejó descansando. También aprovecha ese tiempo de la madrugada para elaborar facturas, panes negros, grisines, marinas y todos los productos que venden en la panadería. "Cuando sale el pan me quedo en la panadería hasta las 12:30 y a la tarde vuelvo a las 16:30", indica. Y precisa que su rutina es "amasar a media mañana el pan del día siguiente. De esa manera la masa leuda lo suficiente y descansa. El horno comienza a funcionar cada día a las 5:00 de la mañana". Lo que dice encuentra correlato con lo que se observa a su alrededor mientras transcurre la charla, en la sencillez de una mesa parecida a la de cualquier hogar, y el aroma a pan recién salido del horno. Todo huele a trabajo en ese espacio que tiene el sello del ritmo que Daniel le pone a la tarea. 

Todo lo que se produce se comercializa en el mismo negocio. No tienen reventas ni repartos. "Las veces que los he tenido, ha sido por no poder decir que no. Pero a mí me gusta vender en la propia panadería", reconoce.

Destaca la fidelidad de su clientela y de sus proveedores. También comenta que lo que fue cambiando a través de los años fue el comportamiento del consumo. "Antes las personas llevaban dos kilos de pan y hoy quizás compran un cuarto kilo porque se desaconseja el pan y se lo reemplaza por otros productos como grisines o marinas. Nuestra tarea se ha ido adaptando y los clientes siempre han sido muy fieles porque esta es además una panadería de barrio".

"Vienen a pedir y nadie se va sin nada. Salvo que vengan con prepotencia", agrega.

Nunca abandonó su pasión por el campo. Durante algunos años conservó los caballos y se ocupó de ellos. En un momento una intervención quirúrgica por un problema de columna lo limitó para continuar con esa actividad. "En el año 1998 me operó el doctor Roberto Herrera, una eminencia, me colocó una prótesis y luego de eso ya no seguí con los caballos y me aboqué solo a la panadería".

Lo gratifica que sus hijos hayan seguido el oficio -uno de ellos trabaja con él y otro se desempeña en una conocida panadería de la ciudad- y que los nietos también siempre estén cerca. "Eso lo trasciende a uno", afirma este hombre que se imagina el futuro trabajando. "Mientras Dios me dé salud y el cuerpo me permita seguir, voy a estar cada día en la panadería haciendo lo que sé hacer y lo que amo", expresa y se reconoce como un hombre de fe, muy devoto de María Crescencia.

El afecto, la mejor recompensa

Sin asignaturas pendientes, sin grandes ambiciones más allá de aquellas que tienen que ver con el bienestar de los suyos, solo anhela tener salud para seguir disfrutando de un presente en el que cosecha la siembra de un largo camino transitado. "Si tuviera que definirme, diría que soy un hombre de trabajo, que me siento muy satisfecho de cómo he sido y de qué modo me he comportado".

"Soy una persona de muchos amigos. Siempre les digo a mis hijos 'no tengo un mango, pero voy por la calle y todos me saludan. Es una gran satisfacción'", afirma y refiere que cultivó buenas relaciones en cada lugar por el que pasó, en el campo, en El Fortín donde formó parte de la comisión directiva en la década del 70, en la panadería donde disfruta del contacto con la gente; y en esta ciudad que ama como ninguna otra en el mundo. "Me encanta Pergamino, no lo cambio por nada. Tengo un nieto que está viviendo en Roma y siempre me dice que me va a enviar los pasajes para que lo vaya a visitar, pero a mí no me mueven de acá", comenta, asegurando que todas sus salidas son de su casa a la panadería y de la panadería a su casa. No necesita nada más. Quizás por eso su rostro transmite la serenidad de quienes viven fieles a sus principios y su mirada tiene la claridad de las personas que viven sin dobleces. "Estoy muy satisfecho con la vida que tengo y con cómo he sido", asevera sobre el final y se dispone a volver a la tarea. Es hora de amasar cuando la charla concluye.


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