Editorial

Sin amor ni odio: la opinión pública es la conciencia del Estado


La libertad de expresión es la piedra angular no solo de la democracia sino de una sociedad sana y de verdad progresiva. Las mentes se cierran y se vuelven obtusas y totalitarias cuando no se permiten la exposición a otros puntos de vista. Por el contrario, todos nos enriquecemos y nos volvemos más tolerantes cuando nos exponemos sin miedo y nuestras ideas pueden ser cuestionadas y sometidas a escrutinio. Por desgracia, hoy esto no es así. Vivimos en una sociedad tan polarizada que "el otro" no es alguien que solo piensa distinto, sino que es alguien que encarna un mal que debe ser erradicado. Cada uno es el demonio del otro y se siente y se cree que en "el otro habitan las fuerzas del odio" y que debe ser exorcizado antes de poder ser considerado un ser pensante por sí mismo. Vivimos dos realidades antagónicas, experimentamos emociones contrapuestas y se ostentan pensamientos y comportamientos facciosos, como si no fuéramos parte de una misma sociedad viviendo la misma realidad en el mismo país.

Pero la opinión pública es el alma y la conciencia de un Estado. Canalizada a través de los medios de comunicación -cualquiera de ellos-, es una parte fundamental e indispensable del funcionamiento correcto de una sociedad. Obvio que no puede ni debe caer en la calumnia, la descalificación o el insulto. Por el contrario, debe ser el pleno ejercicio de una libertad responsable y positiva. "En lo que respecta a los ataques que no sean graves, más vale habituarse a las inclemencias del tiempo que a vivir en un subterráneo. Cuando los periódicos son libres los ciudadanos se endurecen. La desaprobación o el sarcasmo no causan heridas mortales y para rechazar las acusaciones difamatorias existen los tribunales". (Benjamin Constant en "Mélanges de littérature et de politique", 1829).

Así, "las tres toneladas de editoriales en diarios, televisión y radios" (expresión de Wado de Pedro para referirse al supuesto rol que la prensa habría jugado en incitar al intento de asesinado de Cristina Kirchner) son necesarias. Cada uno decidirá si las lee o no, si las escucha o no, si cambia de canal o no; si adhiere a esa forma de pensamiento o no. Pocas cosas son más dañinas para una sociedad que un pensamiento hegemónico. Estas tres toneladas de editoriales comprenden, además, tanto a las opiniones oficialistas, como a las opositoras o a las independientes. Algunas tendrán más verdad o serán más justas que otras, pero, aun así, todas son necesarias.

Un poder ideal eliminaría todo tipo de censura. Todos sabemos que el poder no funciona así y que a todo político le encantaría moderar o suprimir toda expresión que resulte contraria a sus intereses.

También hay mecanismos más sutiles que la censura explícita. Se puede recurrir, por ejemplo, a medios propios que divulguen información sesgada, tergiversada e incompleta y que permitan solo la opinión de pensadores afines; acallando a las "otras voces" por medio del abuso de la distribución arbitraria y fuera de todo control de la pauta publicitaria oficial. O, más sutil todavía, usando la llamada "corrección política"; esa mordaza tenaz y eficiente donde la inteligencia y la verdad se tienen que callar para no ofender a la ignorancia, a la estupidez o a los falsos embanderamientos. O la forma más desesperanzadora de todas: la autocensura. Un silenciamiento inapelable autoimpuesto por el temor a las represalias.

Ahora se está intentando instalar otro mecanismo tan peligroso y perverso como los anteriores. La asociación de opiniones a favor o en contra de cada facción ligadas al amor o al odio hacia sus ideologías. Se está tratando de amarrar sentimientos como el amor y el odio a estas dos visiones y percepciones de la realidad. Así, si alguien encarna al amor el otro, siguiendo esta lógica, es el odio.

Es necesario recordar que, cada vez que la política habló de "amor", se verificaron los episodios más trágicos y repudiables de la historia. Mussolini hablaba del "amor al Pueblo", Hitler del "amor al Nacionalsocialismo" y Stalin del "amor a la Revolución". Franco hablaba del "Santo Amor a España". Acá, ahora se habla del "amor peronista". Del "amor" de unos y del "odio" de todos los otros restantes.

¿Quién está en condiciones de definir qué es el "amor peronista"? ¿Cómo se manifiesta? ¿Cómo se demuestra? ¿Cómo se mide? ¿Y qué es, entonces, el odio? ¿Cómo se exterioriza? ¿Cómo se revela y se despliega? ¿O es que acaso hay que entender que toda opinión en contra a una idea es odio hacia esa idea y que todo pensamiento de apoyo es amor hacia ella? Todo raciocinio se opone a esta idea reduccionista y maniquea. Emitir un juicio crítico no es odio, tanto como ser complaciente con el poder no es amor. Un gobierno que censura -sea de manera explícita o por medios más sutiles- es un poder que ampara lo que permite. Que debilita los argumentos de sus propios defensores cuando silencia a sus adversarios. Que promueve la polarización falseando la realidad e impidiendo diferenciar la verdad de la mentira. Que fomenta la intolerancia. Que se disfraza de moderado mientras busca la impunidad. Que tilda de fanático a todo aquel que invoque el imperio de la Ley. Hay que dejar de sembrar vientos si queremos dejar de cosechar tempestades.

Sin amor ni odio; sin mordazas ni entelequias inexistentes; sin pauta publicitaria ni condicionamientos burdos y arbitrarios. Con tolerancia. Con humildad. Con un respeto siempre ineludible. La libertad de expresión es otra manifestación de una libertad que es siempre irrenunciable.


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