Editorial

Qué hacer con la inflación, ese mal que corroe el tejido social y lo empobrece


En los últimos días, el informe mensual de los analistas de mercado del Banco Central de la República Argentina reflejó una aceleración en la inflación minorista prevista en el país, al proyectar un 95 % anual para diciembre de 2022, 4,8 puntos porcentuales más que la medición del mes anterior. El dato abrumador del mes de agosto, que llevó el índice mensual al 7 por ciento, terminó de encender las alertas. La información alarma porque hay quienes aseguran que el porcentaje estimado es incluso mayor y que se evita hablar de los tres dígitos por temor a lo que esa apreciación pueda generar en términos de expectativas.

Aunque para cualquier ciudadano de a pie resulta sumamente complejo entender las causas del proceso inflacionario, todos comprenden cabalmente sus consecuencias porque las perciben, y las sufren, en su economía de todos los días. El deterioro del poder adquisitivo es evidente.

Con todos los componentes de una economía enferma, lo cierto es que desde el punto de vista político, poco se está haciendo para modificar este indicador que lleva la inflación a un nivel no visto en las últimas décadas.

Parece un contrasentido que la agenda de la política transite por otros andariveles cuando la fuerte aceleración de precios coloca a la segunda mayor economía de Sudamérica al borde del colapso.

Si bien el problema no es nuevo, porque Argentina tiene una inflación anual de dos dígitos desde 2002, este año, al calor de un escenario global de precios disparados por la guerra en Ucrania y de los desequilibrios no resueltos de la macroeconomía local, la tasa de inflación no ha sido menor al 3,9 % en ningún mes y esto es observado con preocupación por economistas y consultores, y padecido por la ciudadanía que no encuentra el modo de poner coto a este flagelo que consume el poder real del salario y lleva al país a parecerse a otros que no quiere ver en su espejo.

Pero los datos oficiales conocidos en los últimos días mantienen encendidas las luces de alarma porque se difundieron en un contexto sumamente convulsionado desde el punto de vista político.

La fuerte aceleración que marcan se produjo en un contexto sumamente complejo, signado por sobresaltos políticos, cambios en el gabinete que desembocaron en la incorporación de Sergio Massa como ministro de Economía y una tensión extrema entre oficialismo y oposición que pareciera no encontrar un cauce de diálogo orientado a colocar el tema inflacionario en la mesa de la discusión para tomar las medidas estructurales que requiere la solución de un problema de tamaña envergadura.

La gira del ministro a Estados Unidos, los primeros resultados de la liquidación del sector agropecuario debido al incentivo del dólar soja que trajo una cuota de alivio en términos macroeconómicos, son señales que aún no derraman en la economía de todos los días. Por el contrario, estas variables se visualizan como algo ajeno o distante a la vida cotidiana porque no existe por lo menos en términos comunicacionales y mucho menos político una comunicación que señala hacia dónde va el rumbo. Todo lo que ocurre es observado por la población como medidas de espasmo, como discursos para seducir mercados y calmar ansiedades, pero no como acciones producto de un plan conducente para recuperar la capacidad de consumo perdida. 

Hay una percepción de que no se atiende el deterioro en la calidad de vida que supone vivir con una inflación descontrolada. La fuerte remarcación de precios en todos los rubros de la economía real, eso que históricamente se atribuye a la especulación, es la moneda corriente y nadie hace nada para que eso cambie. Y hasta donde se puede leer para quienes no son especialistas en economía, no hay medidas que exijan a corregir ese espiral de aumentos y frenarlo. Por el contrario, alcanza con ir al supermercado semanalmente para registrar índices de aumento que están incluso por sobre cualquiera de las expectativas más pesimistas. Esta dinámica es la que está generando fuertes correcciones al alza en los pronósticos de inflación, como si fueran datos que necesitaran sincerarse para arribar a datos de una economía real. 

Los economistas privados que mensualmente consulta el Banco Central para su informe de expectativas proyectaban a inicios de este año que 2022 terminaría con una inflación del 55 %, superando la tasa del 50,9 % registrada el año pasado.

Estas mismas consultoras vaticinan ya una inflación anual del 95%, muy por arriba del rango de 52 %-62 % proyectado por el Gobierno y por el Fondo Monetario Internacional.

Con la presión que estos datos representan para el Gobierno y con la angustia que producen en el sector de la sociedad que ve como "el dinero se escapa como agua entre las manos", lo que resulta necesario es hacer algo con esa información. No alcanza solo con discutir diagnósticos de un viejo problema conocido. Hace falta que ese sinceramiento que molesta, que es refutado desde el propio Gobierno apelando a teorías conspirativas, sea convertido en el punto de partida para un cambio de rumbo que de manera responsable conduzca el país hacia la previsibilidad y revierta expectativas que atentan contra cualquier futuro. Hablar del gasto público, reducir la emisión monetaria, aumentar las reservas, idear políticas y acciones que resuelvan la raíz del problema son diálogos urgentes que aún están ausentes en la agenda pública. En este escenario de tensión, dificultades para establecer acuerdos en el marco institucional que propone la democracia, la inercia inflacionaria y los múltiples factores que inciden sobre ella no tienen más que dejar tasas altas que conducen al destino conocido e irremediable. 

Si no se adopta un plan antiinflacionario, las perspectivas pasan por un incremento de precios en el orden del 100 por ciento. Frente a ello, el principal desafío que enfrenta el Gobierno es poner en marcha un plan coordinado y consistente de medidas fiscales, monetarias, cambiarias y de ingresos que asegure una drástica baja de la inflación. Hay quienes entienden que difícilmente el gradualismo resulte una opción. 

Desconocer la realidad que impone la necesidad de instrumentar un tratamiento de shock para evitar recaer en la temida hiperinflación, es dejar libradas al azar las consecuencias de una inflación enorme que empobrece a quienes trabajan, lesiona a los sectores más vulnerables de la sociedad, frena la rueda productiva y la complica en su dinámica y hace lugar para que quienes históricamente se benefician en estos procesos, salgan ganadores en esta batalla.


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