Editorial

Hablar lo justo y necesario


Por qué habla tanto el presidente? Mientras tanto, dicen poco o callan sindicalistas, legisladores y gobernadores. Hasta ministros. 

El presidente arrastra un problema extra: está saliendo a debatir todos los temas, con cualquier emisor. Un error a varias bandas. Marca una confusión con su anterior rol como jefe de Gabinete. La función de un jefe de Gabinete es devolver todas las pelotas que caigan cerca, con el propósito de evitar que lo haga el presidente, para preservarlo del oleaje diario. Néstor Kirchner callaba y Fernández hablaba. Aquí es al revés: el presidente sobreexpuesto, y el resto atrás. Hasta que hay una sucesión de efectos indeseados a partir de declaraciones de Alberto; entonces lo mandan al "cono de silencio" y sale a la palestra Santiago Cafiero. Pero en líneas generales, el presidente habla más que su jefe de Gabinete. Para colmo, entre los ministros no abundan figuras con peso propio anterior a su llegada al cargo. Y a la luz de los resultados, tampoco se perciben resplandores.

Contestar todas las preguntas todo el tiempo aumenta el riesgo de cometer errores. Hablar todos los días de algo, lleva inexorablemente a errores no forzados o a cosechar descontentos innecesarios. Pero lo peor de esta sobreexposición del presidente es la erosión de su figura en el entramado social. Dicho en sencillas palabras, habla tanto que ya nadie se detiene a escucharlo. Es como el "Urgente" o el "Ultimo Momento" de los canales de noticias: al principio nos deteníamos para ver de qué se trataba, pero se ha abusado tanto de ese recurso que ya no cumple el efecto deseado.

Al hablar a diario, la voz pierde relevancia. Mostrarse presidencial exige una cierta distancia con los asuntos pequeños. Concentrarse en la línea maestra; es célebre la respuesta de Charles de Gaulle sobre su propuesta: "Tengo una cierta idea de Francia". Quizás la cuestión aquí es que Alberto no tiene, como De Gaulle y otros estadistas, un "master plan" sobre el cual hablar y que sea su marcha y no la barricada lo que motive sus discursos.

También es presidencial reservar el contrapunto para aquellas figuras o instituciones cuya envergadura (mediática, política, social, cultural, moral o de otro tipo) lo consienta. Hablando con todos, pone mucho en peligro sin nada para ganar. Esto lo sabían presidentes que la tuvieron difícil y no terminaron del mejor modo, como Fernando de la Rúa y el propio Mauricio Macri.

Fernández corre, incluso, el riesgo opuesto. Un presidente que habla de todo puede ser interpretado como alguien que desea moldear a gusto la voluntad de sus ciudadanos.

El mayor comunicador democrático en la era de la radio fue Franklin Roosevelt. Unico norteamericano votado cuatro veces, sus "Charlas junto a la chimenea" convocaban multitudes. Se vaciaban los cines, los teatros, y las calles. Pero hizo pocas, muy pocas. Sabía que la palabra se desgasta a medida que se usa. Entre 1933 y su muerte, apenas 30 apariciones, nunca más de cuatro al año. ¡En tiempos de la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial! O sea, vaya que había temas para tratar, pero no los llevaba a la tribuna.

A lo largo de un siglo, los presidentes argentinos han exhibido diversas modalidades de comunicación. Hipólito Yrigoyen era el hombre del misterio, los silencios. Lo suyo no eran la tribuna ni los medios, sino unir la organización partidaria del Siglo XIX con las motivaciones de un electorado joven. Todo lo contrario a Juan Perón, cuyo discurso encandiló a las masas como ninguno y desde el exilio inauguró el sistema de los mensajes grabados para que nadie olvidara su voz.

Raúl Alfonsín creía que parte de su misión era explicar todo. Contra esa pulsión insistía uno de los mayores publicistas (David Ratto), cuyo consejo apuntaba a identificar al presidente con el todopoderoso ancho de espadas del Truco, o como más arriba decíamos, "la bala de plata". Reservarlo para la jugada que define. El alfonsinismo en sus días dorados construyó un sistema de emisores, funcionarios y líderes parlamentarios para dar el debate público en radio y TV.

El menemismo encontró esa práctica motivadora y la perfeccionó con el Grupo Rating, una docena de comunicadores -los apóstoles de su campaña primero, su fuerza de choque después- listos para polemizar en los medios electrónicos. Mientras Carlos Corach daba la pelea matutina, Carlos Menem se guardaba para exhibir su virtud más evidente: una simpatía arrolladora. O como también se suele decir, que las segundas y terceras líneas jugueteen en el fango, y el jefe aparece para las grandes ligas. Sin dudas, la estrategia comunicacional más efectiva o al menos la menos nociva.

Kirchner eligió conquistar apoyo en los medios dominantes y dejó a sus lugartenientes y funcionarios el debate con sus adversarios. El prefería el silencio. Al revés que su esposa y sucesora. Cristina amplió el sistema de medios, impulsó una red escrita, oral y virtual tanto de origen comercial como militante y hasta comunitaria para sostener el contrapunto y pujar por las conciencias no alineadas. Uno de sus íconos (6, 7, 8) ocupó un espacio de combate en canal 7. A los ciudadanos peor informados les destinó el noticiero propagandístico en los entretiempos de los partidos de fútbol, cuando la audiencia de la TV pública era abrumadora. Para conseguir más oyentes, determinó que el fútbol se transmitiera gratuitamente en vivo. En paralelo, CFK usaba y abusaba de la cadena nacional para consolidar y motivar a la propia tropa.

Esa acción provocó reacciones. Desde la vereda de enfrente, ejércitos de entusiastas se pusieron en marcha para movilizar el campo creciente de los disconformes. Desde las redes convocaron a inmensas movilizaciones opositoras. Un aporte central a la victoria de Cambiemos en 2015. Luego, desde el gobierno, Mauricio Macri no utilizó las cadenas y reservó su voz para unos pocos momentos. Confió en el respaldo voluntario de los medios más importantes. En paralelo, un intenso trabajo desde las redes virtuales, con voluntarios, gente suelta y hasta trolls, que Marcos Peña siempre negó dirigir, trataba de fijar los "issues" del debate público entre ciudadanos y las variantes virtuales, símbolo de la "nueva política".

¿Por qué habla tanto Alberto Fernández? Habla mucho pero se diferencia del clásico líder peronista, que espeta discursos de combate. Su intención -evidente, aunque no siempre cumplida- es mostrarse como un líder reflexivo. Tal vez, también, porque es el único presidente peronista que llega al Gobierno sin haber encabezado antes ninguna lista, en ninguna elección, es decir, sin "banca" no tropa propia. Y trata de moldear una imagen a partir de palabras dichas con serenidad, minimizando conflictos.

Para preservar "la bala de plata" de la palabra de la máxima autoridad del país (o para que aparezca cual ancho de espada, como decía Ratto) y al mismo tiempo minimizar los errores no forzados de comunicación (que terminan afectando a la gestión), Fernández debiera hablar poco y en menos ocasiones, haciendo de cada una de sus alocuciones un evento significativo y sin efectos colaterales.


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