Editorial

La pandemia que abrió las puertas de las terapias intensivas


Antes de la pandemia de coronavirus la realidad de los profesionales intensivistas pasaba desapercibida ante la mirada de una sociedad que se mostraba francamente despreocupada de lo que sucedía puertas adentro de las áreas de cuidados críticos de las instituciones de salud.

Con la irrupción del Covid-19 la actividad y la función de las terapias intensivas comenzaron a hacerse visibles. Al comienzo de la emergencia sanitaria no había quien no hablara de camas y de respiradores para medir sobre la base de esos números la robustez del sistema sanitario. Poco se hablaba por entonces del recurso humano que resulta necesario para manejar esos elementos y para abordar a pacientes clínicamente complejos. 

Con la segunda ola y su virulencia, el riesgo de colapso sanitario y el alto requerimiento de cuidados intensivos para atacar cuadros severos, volvió la mirada social sobre especialidades médicas y no médicas largamente olvidadas. Ahora se sabe más que antes que para que un respirador pueda ponerse a funcionar se requiere de la pericia de médicos y enfermeros capacitados, que invierten años en su formación; y que para mantener con vida a pacientes con cuadros graves es crucial la pericia de kinesiólogos y del personal de distintas disciplinas abocados a su asistencia. Nadie duda hoy que se requiere especialización además de compromiso para llevar adelante una tarea titánica.

También se presta más atención al hecho de que en el país el número de terapistas es bajo; que según datos de la propia Sociedad Argentina de Terapia Intensiva hay un médico intensivista cada doce pacientes, un número sensiblemente menor al que sugieren los estándares internacionales.

Poco se hablaba antes de la pandemia de la precarización laboral de quienes ejercen en las unidades de cuidados intensivos. Tampoco se decía demasiado de la exigencia que tienen y de los magros salarios que perciben, algo que los obliga a cubrir no solo sus horas de trabajo en una institución sino guardias en otros centros, incluso de distintas ciudades, lo que en el contexto de una emergencia sanitaria de la dimensión de la actual no hace sino desgastar el recurso e incrementar los riesgos.

Hoy con el sistema de salud al borde del colapso, y un control minuto a minuto de las estadísticas que miden el índice de ocupación de camas de UTI cobra verdadera dimensión la tarea que existe detrás del instrumental. Hay una visión más crítica y más atenta de lo que sucede puertas adentro de un sector del sistema de salud que se abrió ante la tragedia y mostró sus déficits estructurales- generados por consecuencia de erráticas políticas sanitarias- y sus fortalezas- demostradas en el denodado compromiso de los agentes de salud-.

La pandemia vino a mostrar que así como producto de un enorme esfuerzo por parte de las instituciones la capacidad instalada se pudo ampliar para tener mayor capacidad de respuesta, confirmó que de un día para el otro no se puede incrementar el número de profesionales formados en una de las especializaciones más críticas del sistema sanitario.

Demanda años formar a un terapista. También lleva tiempo capacitar enfermeros y kinesiólogos y auxiliares. 

Como en tantas otras dimensiones del trabajo en salud la pandemia confirmó fortalezas y debilidades con toda crudeza.

Habla bien del sistema sanitario el hecho de que la infraestructura se haya podido fortalecer. Pero muestra una limitación el hecho de que se cuente con recursos finitos para cubrir la demanda que esa capacidad ampliada requiere en términos de personal.

No se puede desconocer que además las instituciones de salud han visto diezmado su plantel de profesionales. Lo vivido el año pasado hizo que muchos desistieran. Y los que han seguido adelante trabajando en uno de los sectores más complejos de la atención de salud están física y mentalmente agotados y emocionalmente golpeados por la batalla que les ha tocado dar. Quizás es por ellos que resulta imperioso tomar las decisiones que haya que tomar y volver sobre el cuidado. Para darles con la conducta individual el alivio que no supo darles la política sanitaria.

En días en que se habla de la falta de camas en todas las noticias, hay que inscribir en la agenda una profunda reflexión respecto de quien sostiene esas camas.

No es un hecho fortuito que la especialización en terapia intensiva sea una de las menos elegidas dentro de las especialidades médicas. No resulta un campo de ejercicio profesional rentable en términos económicos. Tampoco hay incentivos que favorezcan la formación de médicos especialistas en terapia intensiva por fuera del pago que les ofrece una residencia hospitalaria. 

Tampoco es casual que algunos no elijan entrar al sistema de residencias y opten por otras alternativas de formación que les supone menos sacrificio.

Habla de la sanidad del sistema lo que exhiben las terapias intensivas que hoy han abierto sus puertas. Solo hay que escuchar a los que allí trabajan para entender el resquebrajamiento estructural del sistema de salud, los problemas largamente reproducidos y las soluciones siempre ausentes.

La comunidad científica mundial advierte que esta no será la última pandemia. Quizás este señalamiento y lo que están viviendo los médicos, enfermeras y otros profesionales que trabajan en las salas de terapia intensiva del país en el contexto de la pandemia puedan y deban servir de guía para pensar nuevas políticas sanitarias que permitan enfrentar otras emergencias fortalecidos en el aprendizaje que va dejando este camino que vamos transitando entre la incertidumbre y la certeza de que en las terapias resultan imprescindibles, pero que los profesionales intensivistas no pueden solos.


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23 de Marzo de 2024 - 05:00
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