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Tal como sucedió con otras normativas que impusieron cambios profundos en los hábitos de la comunidad, la ley de Alcohol Cero, que entró en vigencia el 1° de enero, impone poner en marcha una sostenida campaña orientada a generar la conciencia necesaria en los ciudadanos para modificar conductas internalizadas en el hacer individual y social. De lo contrario, la letra de la norma seguirá colisionando con la actitud desaprensiva de quienes conducen a pesar de haber bebido alcohol, desconociendo los riesgos que esto supone para la seguridad personal y colectiva.
Algo similar a lo que en su momento ocurrió con la Ley Antitabaco, que impuso la delimitación de espacios para fumadores y modificó costumbres socialmente instaladas, quizás se impone como necesidad frente a esta normativa que, aunque tuvo algunas resistencias por parte de la industria y de los vendedores de bebidas alcohólicas, terminó aprobándose.
La ley que establece la tolerancia cero de alcohol en sangre para los conductores de vehículos fue la resultante de una discusión legislativa que contó con la anuencia de sociedades científicas y organizaciones sanitarias. Las implicancias que el consumo de alcohol representa en términos de la accidentología vial fue uno de los argumentos esgrimidos en la defensa del texto de la ley y las consecuencias en la salud general acompañaron los fundamentos.
Sin embargo, la norma no termina de hacerse carne en la población, quizás porque la reunión social habitualmente y por cuestiones culturales y sociales está acompañada del consumo de bebidas alcohólicas. Aunque la mirada se posiciona sobre la población juvenil, esto no es privativo de una franja etaria y es habitual que la positividad en los controles no se circunscriba a un determinado grupo social, lo que demuestra que en el imaginario colectivo no termina de instalarse la percepción del riesgo ni se sopesan las consecuencias de lo que representa conducir luego de haber bebido alcohol, aunque sea en cantidades mínimas.
Socialmente no existe un convencimiento real que lleve a poner en práctica como norma la premisa que señala que "el que toma, no maneja" y es en este punto donde el Estado debe ejercer una tarea formativa.
Aunque algunos grupos han internalizado la designación del "conductor designado" y se han delineado programas específicos en esta dirección, y es posible observar como con el paso del tiempo esa conducta se instala en algunos. También es notable la cantidad de conductores que conducen con niveles de alcohol en sangre elevados y protagonizan los hechos que luego el conjunto de la sociedad lamenta por su saldo luctuoso.
Con la ley vigente, que implica en lo punitivo suspensiones de licencias de hasta, multas y hasta arrestos, se impone la necesidad de trabajar sobre la conciencia colectiva de lo que verdaderamente representa el alcohol al volante.
Pareciera que no alcanza el margen de tolerancia que se ha impuesto en estas instancias iniciales de vigencia de la norma, en que como una acción persuasiva solo se sanciona con la exigencia de realizar cursos especiales de educación y capacitación para "el correcto uso de la vía pública".
Quizás se requiere insistir con otro tipo de mensajes orientados a instalar una conciencia real de las implicancias que el consumo de alcohol tiene en los índices siniestrales, y traducir en una explicación convincente los datos que revelan las frías estadísticas que refieren que el alcohol está presente en uno de cada cuatro siniestros viales y es la primera causa de muerte de menores de 35 años. Está comprobado que el alcohol disminuye las capacidades motoras y de visión y perjudica las decisiones al volante por cuanto relentiza los reflejos, reduce la atención y la agudeza visual. Sin embargo, esta verdad parece operar como un condicionante en los conductores al momento de "ceder el volante" si han bebido. Por el contrario, en la conducta irrumpen actitudes de cierta omnipotencia que se traducen en conductas temerarias o irresponsables.
Asimismo, y a la luz de lo que muestra el comportamiento social, se vuelve necesario insistir en conceptos vinculados a los perjuicios que ocasiona el consumo de alcohol en otras dimensiones de la salud física y emocional cuando se incurre en abusos. Y esto no debe reducirse solo a la cuestión del manejo, sino a otras conductas que aparecen como consecuencia del uso abusivo del alcohol y representan un flagelo sobre el que hay que intervenir desde la educación y el acompañamiento adecuado.
Paralelamente, y atendiendo a que la ley exige su cumplimiento e impone a los estados el ejercicio del poder de policía correspondiente para traducir el texto de la norma en acto, se requiere de una actitud proactiva de quienes están a cargo de los operativos de control para que el fin recaudatorio no anule la integralidad de esta norma que va mucho más allá de lo punitivo en términos económicos e invita a promover un profundo y verdadero cambio social.
En este sentido, lo señalado días pasados por las autoridades locales en relación a lo que observan en los controles aparece como el botón de muestra de lo mucho que hay por hacer en este terreno. El reconocimiento de que todavía hay mucha gente que no es consciente de lo perjudicial que es conducir habiendo tomado alguna bebida alcohólica, marca un camino que debe transitarse con educación, con sensibilización comunitaria y con un verdadero compromiso con una causa en la que se juega algo más que la imprudencia. El dato que refiere que del promedio de 220 testeos semanales que se realizan, un 10 por ciento resultan con positivos, y el indicador que refiere que muchos de esos conductores son reincidentes, es la foto de una realidad que en lo local muestra una problemática que va mucho más allá de la geografía cercana e impone, de la mano de la ley, poner en marcha una tarea para promover los cambios necesarios que se traduzcan en un mayor respeto por la vida.
