Perfiles pergaminenses

Osvaldo Bolívar: ferroviario de alma y apasionado por cada cosa que hizo


 Osvaldo Víctor Bolívar- en la cocina de la casa en la que vive desde hace 58 años  (LA OPINION)

'' Osvaldo Víctor Bolívar: en la cocina de la casa en la que vive desde hace 58 años. (LA OPINION)

Fue maquinista del Ferrocarril Mitre, una vocación que heredó de su abuelo y su padre.  Con sus 90 años confiesa su amor por el tren y mira con cierta nostalgia el presente de una actividad que ya no encuentra sus bases. A la par de su labor, siempre fue un emprendedor. Tuvo un kiosco, fue viajante en una veterinaria y su motor fue el deseo de “progresar”.

DE LA REDACCION. Osvaldo Víctor Bolívar (“Teso”) acaba de cumplir 90 años y en su casa del barrio Trocha recibe la entrevista peleando con el ojal de su camisa tratando de prender un botón. “No me va a ganar a mí”, dice cuando comienza el diálogo y eso marca desde el inicio de cuerpo entero su necesidad de autonomía y su actitud emprendedora frente a las cosas. Al lado de la silla está el bastón que lo acompaña, aunque no demasiado porque se lo ve jovial y decidido a vivir su vejez con entusiasmo. “Me gusta vivir”, afirma y sonríe este vecino que nació en Venado Tuerto, en cuna de ferroviarios. Fue el hijo de Margarita y Juan José y el mayor de tres hermanos (Rodolfo Carlos que cumplió 88 años y Henry Norberto que falleció a los 48) y su infancia está íntimamente ligada a la rutina del tren. “Mi madre era de Venado Tuerto, así que nací allí, detrás de las vías y no recuerdo bien cómo fue que llegué a Pergamino. Los relatos los conozco por mis tías que siempre me cuidaron y a las que iba a visitar, incluso ya de grande, en las vacaciones de verano con mis hijos”.

“Mi padre trabajaba en el ferrocarril así que tuvo varios destinos; en un momento lo  trasladaron a Rufino, ganó la categoría de maquinista y así fue que llegamos a Pergamino”, cuenta en un relato lleno de historias. “Un día, como él era amigo de un inglés, le dieron a elegir un destino. Le sugirió que fuera Córdoba, en Villa del Rosario, así que se fue; nosotros nos quedamos en la casa de mi abuelo paterno, Luciano Juan Bolívar, también ferroviario, porque ya íbamos al Colegio de los Hermanos Maristas. En Junín, otro de los destinos de mi padre, hice cuarto, quinto y sexto grado en el Colegio Sagrado Corazón; mis padres siempre se ocuparon de nuestra educación”, recuerda de su infancia.

 

Abrirse camino

Asegura que para narrar las anécdotas de su vida tendría que escribir un libro y se define a sí mismo como “un gran conversador”. Disfruta de la charla en la que casi olvida que hay un grabador tomando su registro. Todo lo que cuenta es en tono natural y con la expresión de quien revive cada experiencia.

“En Pergamino terminé en la Escuela de Artes y Oficios y me recibí de tornero. Como no se conseguía trabajo, surgió una posibilidad en Buenos Aires y mi madre me sugirió que la tomara. Así que me fui con una mano atrás y otra adelante. Paraba en la Pensión Casal, cerca del Club Español; allí estaban un tal Cenacchi y ‘Chiche’ Carozzo que eran de Pergamino. La que alquilaba las habitaciones era una tucumana y fue en ese lugar que conocí al poeta Arsenio Caviglia Sinclair, que me llevó a conocer la noche y con el que aprendí de sus versos; recuerdo que creaba de madrugada y nos dábamos cuenta porque se escuchaban las teclas de la máquina de escribir. Yo tenía 18 años por aquel entonces y todo era nuevo para mí”.

“Como tornero trabajé un par de días en Siam y en La Boca; más tarde en el Club Español, en la Sala de Esgrima, donde conocí a profesores y gente adinerada”, refiere.

 

Su ingreso al Ejército

Como parte del inventario de su vida y en una de las tantas experiencias para encontrar su camino, recuerda su ingreso a la Escuela de Mecánica del Ejército. Tenía idea de hacer la carrera militar y aprovechó para su entrada sus conocimientos como tornero. Recuerda que estando allí, a dos meses de recluta le tocó intervenir en lo que fue la Revolución de 1943. “Teníamos dos meses en la Compañía Cuarta y una madrugada se vino un revoleo, escuchamos a un jefe que decía: ‘Los aspirantes al pie del guardarropas’. Salimos todos a cumplir la orden, nos sacaron a la sala de armas, nos dieron los fusiles y los cartuchos y nos cargaron en un camión; fue una experiencia fea, yo era un pibe y con mis compañeros estábamos muy asustados, estábamos a cuatro cuadras de Constitución, no teníamos ningún entrenamiento y sólo pensábamos en nuestras familias. Por suerte desistieron de la acción que pensaban realizar y nuestra participación quedó allí. Recién tiempo más tarde nos enteramos el contexto de lo que había sucedido”. Tiempo más tarde y por razones mucho más mínimas, le dieron la baja: lo encontraron cazando palomas con un compañero y la aventura quedó allí. También la idea de hacer carrera en la Escuela de Mecánica. 

 

Su vuelta a Pergamino

Respondiendo a un ofrecimiento de uno de sus tíos, que era concesionario de la empresa Villalonga Furlong, ya en Pergamino comenzó a trabajar en el reparto de mercadería que llegaba en el tren y se depositaba en los galpones del Ferrocarril Mitre, donde hoy está el Parque España. “La mercadería llegaba en los vagones, así que nuestra tarea era repartirla en los comercios”, relata.

 

Su ingreso al Ferrocarril

Un día, haciendo el reparto de rutina, recibió la noticia de que le había llegado el llamado del Ferrocarril. Allí comenzó su carrera como ferroviario. “Tenía que presentarme en La Banda, Santiago del Estero; tenía 23 años cuando comencé y recuerdo que ingresé junto a otro pergaminense de apellido Sáez, en marzo de 1948”. 

“Hice de todo en el ferrocarril, primero limpié las máquinas para dejarlas a punto, luego me dediqué a pasar leña, fui foguista, y así fui progresando. Era una época en la que el tren era muy fuerte y llegué a ser maquinista, algo que era un orgullo”.

Los recuerdos de su vida como ferroviario lo transforman en parte de una generación. Se jubiló a los 55 años- como todos sus pares- , y ya sea en su carrera como fuera de ella en la actividad privada, siempre encontró el modo de seguir creciendo. “Siempre fue importante para mí el progreso, siempre quise lo mejor para los míos”, asegura. 

 

La vida familiar

Dentro y fuera del ferrocarril confiesa que todo lo que hizo a lo largo de su vida fue pensando en la familia que había armado con María Avelina Rodríguez, su esposa, integrante de una familia de cinco hermanos, el mayor de ellos, el poeta Leonardo Rodríguez. “Ella murió hace ocho años; nos conocimos en un baile en el Club Sirio Libanés”, cuenta y se emociona. Tuvieron dos hijos: Osvaldo Héctor (61) y Félix Juan Daniel (58). “Hoy disfruto de ellos y de mis seis nietos: José, Esteban y Mateo, Felipe, Sabina y Alfonso, que son mi orgullo”.

Se define a sí mismo como un hombre emprendedor y refiere que quizás por ese espíritu siempre buscó realizar distintas actividades. En una época se dedicaba a comprar motos, acondicionarlas durante los inviernos y venderlas en verano. “Tuve una Gilera 150, después otra más elevada, una bicilíndrica 300, y los negocios los hacía con ‘Cacho’ Masagué”, cuenta.

“Siempre trataba de ahorrar y eso fue lo que me permitió progresar, era una época en la que el dinero rendía”, rememora.

En su tiempo libre disfrutaba de andar en bicicleta y en la cocina de su casa, la misma en la que vive desde hace 58 años y que es testimonio de “aquel progreso”. Decorando el ambiente, se lo ve en una foto andando en su bicicleta y luciendo un sombrerito blanco para protegerse del sol. “Anduve hasta los 89 años, la usaba para pasear o hacer los mandados, pero ahora ya no me da el cuerpo”.

 

El kiosco

Aún trabajando en el ferrocarril, un día cambió mano a mano una de sus motos por un kiosco que funcionaba en la Galería Pueyrredón. Ese fue su espacio durante años y allí pasaba sus horas cuando no viajaba con el tren. “Era muy amigo de ‘Lalo’ Souto, un bicicletero que estaba en calle Pueyrredón y 9 de Julio; le comenté que estaba cansado de las motos, y me dijo que tenía un candidato: el dueño de un kiosco de la Galería Pueyrredón, le cambié la moto por el kiosco, mano a mano. Ahí empecé con una actividad que sostuve durante años; recuerdo que mis hijos iban a la matiné del Cine Monumental con sus amigos, pasaban por el kiosco y arrasaban con los chocolates y los caramelos. Mi tío Ferrari, el mismo que me había dado trabajo en el transporte cuando yo era pibe, lo atendía cuando a mí me tocaba viajar con el tren”.

 

La veterinaria

Ya jubilado, e incansable, trabajó en la Veterinaria Pueyrredón, a cuyos dueños conoció a través del kiosco. “Trabajé allí hasta los 74 años y ahí sí, ya me retiré, al principio estaba en la Veterinaria y después fui viajante porque ellos eran distribuidores de varios laboratorios; iba a Conesa y General Pinto, tenía clientes que terminaron siendo grandes amigos”.

 

Su presente

En la actualidad, con los recuerdos vivos de cada época de su vida, Osvaldo confiesa no hacer nada. Se define como un ferroviario de ley y observa con pena la realidad de los trenes. “Tuve dos sinsabores a lo largo de mi carrera, dos accidentes, uno cerca de San Antonio y otro cuando un hombre se tiró del andén; fueron experiencias tristes que me hubiera gustado no haber vivido; pero también hubo muchas otras muy gratificantes. Era un honor ser ferroviario, allí había respeto, al maquinista había que tratarlo de usted”.

“Me jubilé como maquinista de primera y tengo certificado como maquinista de vapor, de diésel eléctrica y de coche motor. Hoy cuando veo como está el ferrocarril siento mucha pena, no hay vías, no hay durmientes, hablan del tren bala pero si no tenés base no hay manera de que funcione”, refiere.

Por fuera de su vida como ferroviario, trae a la conversación otros ámbitos de pertenencia como el Club Douglas Haig por el que hizo mucho junto a ‘Lucho’ Sued. Hoy escucha los partidos por radio y se confiesa hincha fanático de Racing.

También menciona su participación en la Cooperadora de la Escuela de Educación Especial Nº 502 “Ovidio Decroly”, un lugar caro a sus sentimientos. 

“Soy muy charlatán y podríamos pasar horas hablando”, insiste y cuando la conversación va llegando al final, quedan muchas anécdotas y pocos sueños pendientes, quizás uno, conocer el sur del país. También se impone como saldo del diálogo un inmenso respeto por la vida: “A mi me gusta con locura la vida, es linda, con todas las cosas que puede tener yo soy un enamorado de la vida”, concluye mientras logra prender con sus propias manos el botón que lo había tenido entretenido en el comienzo de la charla.  


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