Perfiles pergaminenses

Manuel Alvarez: un hombre con 100 años de vida e innumerables historias


 Manuel Alvarez con sus jóvenes 100 años disfruta de la vida y de los suyos (LA OPINION)

'' Manuel Alvarez, con sus jóvenes 100 años, disfruta de la vida y de los suyos. (LA OPINION)

Nació el Colón, pero se define como un pergaminense por adopción, ya que aquí se radicó con su esposa hace años. Manejó colectivos de El Acuerdo y de la empresa Belgrano. Vive en el barrio Centenario, donde es común verlo pasear con su perra. El 30 de mayo celebró su centenario junto a su familia.

Hace un siglo, mucho de cómo se conoce el mundo y de cómo se conciben las cuestiones de la vida cotidiana no existía. No había desarrollo de las comunicaciones ni de la tecnología como se la entiende hoy. Todo era más rudimentario, más sencillo. Las relaciones eran más humanas, se establecían cara a cara y la cultura que se imponía era la del trabajo duro y la dedicación constante. De ese mundo que hoy parece lejano puede dar testimonio Manuel Alvarez, un vecino nacido en la ciudad de Colón que acaba de cumplir 100 años. Y los celebra con una lucidez envidiable. Se lo ve jovial, escucha poco, pero se las ingenia para interactuar en las conversaciones con aportes inteligentes y divertidos y para compartir intensamente la vida con los suyos, esos que lo abrigan en el amor incondicional de la familia y en la dicha de tenerlo.

Cualquiera desearía esa vejez. “Nací en Colón, mi padre era lechero. Nosotros fuimos nueve hermanos, se ve que las mujeres se portaban bien en aquella época”, dice con picardía y con un sentido del humor que lo acompaña en todo momento.

Parte de su niñez transcurrió en el campo, en El Arbolito, donde sus padres Enrique Alvarez e Isolina García alquilaban una chacra. Los recuerda por las noches saliendo a juntar maíz y trabajar a destajo en el galpón de cereales. Incluso él y sus hermanos ayudaron en las tareas rurales desde niños. Era común para ellos juntar maíz, criar cerdos y crecer en un ambiente en el que era cotidiano levantarse muy temprano. “Tuve cinco hermanos varones: Urbano, Oscar, Alfredo, Raúl y Ernesto; y tres mujeres, dos de ellas fallecieron y Ana ‘Ñata’ vive en Avellaneda, provincia de Buenos Aires”.

 

Una vida de trabajo

Reconoce que tuvo escasa escolaridad. Todo lo que sabe se lo enseñó la vida. “No fui mucho a la escuela porque vivíamos en el campo, como a dos leguas de El Arbolito. Una época fuimos, pero cuando llegamos ya todos sabían todo y nosotros casi nada”, cuenta.

De su juventud recuerda a los amigos, los bailes de campo y el Servicio Militar que hizo en San Nicolás. Por aquel entonces ya conocía a la que iba a ser su esposa y compañera de vida: Rosita Agusti.

Al regreso del Servicio Militar se casaron en el campo, con una gran fiesta y de allí en adelante compartieron la vida durante 67 años. “La conocí en un baile. Los domingos se sabían reunir los chacareros y chacareras, se bailaba en piso de tierra. Las viejas cuidaban la pista, la regaban para mantenerla parejita siempre. Nos hacían chocolate. Había una cancha de fútbol y bailábamos. Ahí la conocí y tenía que hacer una legua y media para ir a visitarla”.

Algo se ilumina en sus ojos cuando recuerda el tiempo de las rancheras, los pasodobles, el vals o los tangos. 

Ya casados se mudaron con sus suegros: Antonia y José Agusti que alquilaban una charca en la zona de El Arbolito y necesitaban ayuda ya que su suegro había quedado ciego a causa de una enfermedad. “En un año de pocas tareas en el campo decidí ir a buscar trabajo a Buenos Aires, lo conseguí en una fábrica textil ‘Sudamtex’ en el turno noche de 22:00 a 6:00”.

A fuerza de sacrificio, fue forjando a su familia. Cuando nació su hija Antonia “Tuky” en 1940 regresaron a Alfonzo, al campo de Chalaman. Más tarde se reinstalaron en el campo de su padre y compró un camión Chevrolet 1937 con acoplado. “Llevaba ladrillos a Buenos Aires, salía a la madrugada de El Arbolito y llegaba a la noche, esperaba a los compradores allí. Dormía arriba de los ladrillos con un colchón de chala y me tapaba con un poncho y la lona porque había unas heladas bárbaras”, refiere y comenta que “por el trabajo con el camión nos mudamos y alquilamos en El Arbolito, recuerdo de esa época a las familias Capdevila y Albornoz; pero como en la zona había poco trabajo a través de mi hermano Urbano conseguí viajes del puerto con maderas a los aserraderos en Tigre y me instalé allí.

“En 1951 nació mi hijo Jorge y en 1956, el menor, Walter”, cuenta en una cronología de vida tan extensa como sus años y llena de anécdotas de otro tiempo.

 

Del camión al colectivo

“Cuando vendí el camión en sociedad con Lombardi y Noe compré un colectivo de la empresa El Acuerdo. Era el coche Nº 3, de Trotta y tuve que ir a rendir a La Plata”, menciona en lo que significó el inicio de su vida como “colectivero”, actividad que desarrolló durante muchos años.

Se estableció en Pergamino en 1952, cuando alquiló la casa en Belgrano 1965. Diez años más tarde compró la casa en la que vive en el barrio Centenario. 

“En 1963 vendí el colectivo de El Acuerdo y con mi cuñado José Agusti compré uno de la Empresa  Belgrano, la histórica que estaba en General Paz y Azcuénaga”, relata y menciona que durante años fue chofer en los recorridos Pergamino-Junín y más tarde Junín–Rosario.

Reconoce que le gustaba su oficio de “colectivero” y enseguida afirma: “No quedaba otra, había que trabajar. Era una época en que los colectivos trabajaban mucho. Recuerdo que a Colón iban unos entrerrianos a los que les gustaba tomar un poquito de más y de repente las botellas empezaban a rodar hacia mí mientras conducía. 

“Estuve arriba del colectivo hasta 1975 cuando me jubilé, pero no podía estar sin trabajar, así que empecé a colaborar con mis hijos que tenían un camión balancín para el transporte de fruta. Manejé hasta que no me dieron más el carnet”, señala. Y trae al relato innumerables anécdotas entre ellas el día que, en el recorrido Pergamino-Colón, encontró a un hombre tirado en la ruta, lo levantó y volvió a Pergamino con los pasajeros para llevarlo al Hospital. El hombre era dueño de la Fábrica Orbis y había sido asaltado. A pesar de las heridas de bala se salvó. “Siempre recuerdo esa anécdota”.

A la par de las vivencias del colectivo, aparecen en la conversación los nombres de sus compañeros de camino. “De la línea a Colón recuerdo a Carnevale, Gómez, Fondevila, Benedetto; del Belgrano: Agusti, Fosa, Araldi, Davini, Bonet, Montaldo, Boarini, Lezcano, Salinero, Cerruti; del taller: Antonio y Pedro; de la oficina: Graciela Fosa; y de Tirsa, a mis socios Biglieri, Petri y Ceccoli”.

 

Superar la pérdida

Reconoce que el fallecimiento de su esposa, en 2005, fue un golpe del que le costó reponerse. “Me pasé noches enteras sin dormir. El dolor fue infinito, porque fue una gran mujer. La pasé muy mal cuando quedé solo y perdí a Rosita; con el tiempo me recuperé un poco, pero ya nunca me desperté cantando”, confiesa conmovido. Sin embargo, no se queda detenido en el dolor. Enseguida se sobrepone y acerca de ella los mejores recuerdos. Esos que conserva intactos. 

“Lo que no me acuerdo es cuántos años tengo yo”, reconoce cuando avanza la charla y enseguida aclara: “Sé que son un montón”.

 

Honrar la vida

Manuel es parte de una familia de longevos, de sus nueve hermanos, siete viven y varios de ellos superan los 90 años. Se lleva bien con la vejez y disfruta de “no hacer nada”.

“Hasta hace poco cortaba el pasto, pero ahora me cuido un poco. Me gusta estar en la vereda con mi perra ‘Jazmín’ e ir caminando hasta la esquina para conversar con mis vecinos”, comenta y señala que desde hace un tiempo lo acompaña Irma López “porque yo no podía estar solo”.

Cualquiera que recorre el barrio Centenario lo conoce. Algunos, como en Colón lo llaman “Enrique” porque así lo llamaban de niño por ser el hijo mayor y por el parecido a su padre. Otros lo llamaban “Moncholo” por sus bigotes. 

Su presente es de rutinas simples y no ambiciona nada más. Disfruta de sus hijos: ‘Tuky’, casada con Juan Pérez; Jorge, casado con Nora Stiepovich; y Walter, casado con Nora Angarolla; de sus nietos: Alejandro, Marcela, Fernando, Juan Pablo, Jimena, Ramiro, Juliana, Federico, Victoria y Juan; sus nietos políticos: Hernán, Martín, Julieta y Romina; y de sus bisnietos Victoria, Guillermo, Carmela, Guadalupe, Mía, Clarita, Dante y Oriana.

Quizás por su crianza, tal vez por su personalidad amable, se lleva bien con el transcurso de la vida. Es algo así como un abuelo “todo terreno” que vive recordando su tiempo de ayer. Cuando la charla casi termina recuerda que de joven le gustaba domar. “Un día iba con el caballo, había una zanja grande, había que pasar. Pegué el salto, el caballo pasó la zanja, pero yo quedé metido en el agua con barro de la cabeza a los pies”, cuenta y sonríe con un entusiasmo que lo mantiene vivo y joven.

En un mundo que busca las consignas de la juventud eterna. En un contexto de amplios desarrollos que no estaban cuando Manuel llegó a este mundo, mirarlo transcurrir de este modo su vejez lleva casi irremediablemente a preguntarse cuál será la receta. Manuel dice que él no lo sabe. Quizás sea genético. Se queda pensativo, como buscando una respuesta. Por sus rutinas pasó la vida, las alegrías y las tristezas. Quizás en el atesorar solo los buenos recuerdos y en rodearse siempre de los seres queridos, sin más pretensiones que tener una vida digna, esté la clave.


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