Perfiles pergaminenses

Juan Nime: un conocedor de la agricultura y la mecánica que se hizo a fuerza de trabajo


 Juan Nime un hombre agradecido a la vida que con trabajo logró sus sueños (LAOPINION)

'' Juan Nime, un hombre agradecido a la vida, que con trabajo logró sus sueños. (LAOPINION)

Nació en un contexto adverso, afrontó la pobreza y autodidacta consiguió valerse de su pasión por “los motores” para forjar su oficio. Gracias a la tenacidad y a la perseverancia, logró tener su propio emprendimiento y ser un referente en su arte. Hoy con 88 años, cuenta las anécdotas de su trabajo en el campo y en el taller.

Juan Nime es un pergaminense nacido en una casa precaria tipo conventillo de calle Siria hace 88 años.  Confiesa que tuvo una infancia triste, a raíz de la muerte prematura de su padre, en honor a quien lleva su nombre, cuando él tenía apenas 3 años. Siendo un niño pequeño, pero a la vez el mayor, vio cómo su familia se desganó con aquella pérdida. Transcurría 1929, sus hermanos, Humberto (de 2 años) y Pascual (de nueve meses) fueron a parar a la casa de otros familiares y él se quedó solo con su madre Juana Siciliani que era peluquera, modista y hacía de todo “como la gente de antes”. 

“Mi hermano el del medio fue dejado en la casa de mi abuelo, un siciliano que había escapado de la guerra; y el más chico fue criado por una tal Juana de Lasarte. Yo me quedé con mi mamá que, a mis 9 años, se casó con Humberto Gentile. Mi única hermana mujer que tiene 80 años es hija de él”, cuenta en el inicio de la entrevista que transcurre en su casa y que recibe dispuesto.

Tiene una memoria privilegiada. Recuerda cada hito de su vida con precisión. Solo usa como ayuda memoria una hoja en la que hay nombres y algunas fechas. Confiesa que no tuvo infancia. Pero sabe también que la vida le dio la posibilidad de superarse y no reniega del entorno en el que creció. Por el contrario habla bien de sus raíces y se reconoce como una persona dueña de una capacidad de adaptación a lo que le gusta la gente. “Me gusta la conversación familiar. Llevo la estirpe del finado de mi abuelo y soy un convencido de que los problemas están para solucionarse, no para agravarse y que en las diferencias uno se enriquece. Que seamos distintos no significa que tengamos que llevarnos mal”. Esa apreciación lo define.

De su niñez recuerda dos episodios: sus visitas a la cancha de Compañía, que quedaba cerca del conventillo al que se habían mudado, y donde disfrutaba de ver a Fernando Bello, que era el arquero y una personalidad reconocida en el fútbol. También recuerda su estadía en la Capilla San Roque donde había un lugar al que iban los huérfanos. “A mí me llevaba una tía, era como una escuela para huérfanos, fui dos años, comíamos y jugábamos. Eramos alrededor de 25 chicos huérfanos de madre o de padre. Tengo muchos recuerdos de ese lugar. Con mi mamá solo comíamos cuando ella conseguía lo que podía”, refiere en un relato conmovedor. 

Más tarde vivió con una hermana de su abuelo en Villa San José. En ese tiempo Rosa Bonano, que era mayor que él, lo llevaba a la Escuela Nº 11 donde hizo la escolaridad. Cuando llegó lo tomaron para tercer grado porque desde muy chico sabía sumar, restar, multiplicar y dividir, además de leer y escribir. “Recuerdo a mi maestra, la señorita Ordóñez”, señala con respeto.

 

La pasión por la mecánica

Juan confiesa que desde chico, estando en la escuela de los curas donde iba con los huérfanos, sabía que él quería ser alguien. “Tenía una ambición de hacer algo y mi pasión desde siempre fueron los motores, todo lo que fuera mecánica. Así que forjé esa vocación trabajando”.

Amante de la historia, interesado por la historia de Pergamino, reconoce no haber tenido “suficiente escuela” para sus pretensiones. Pero lo que tuvo fue decisión y coraje de hacerse a sí mismo. “Siempre trabajé para ser un buen mecánico y lo conseguí”, afirma.

Cuenta que en el tiempo en que dio los primeros pasos sentía “locura por aprender” y menciona que las máquinas de entonces venían encajonadas con libros de instrucciones, un libro de repuestos y otro de taller. “Había que ser muy burro para no darse cuenta cómo funcionaban. Esa fue mi escuela de mecánica y recién a los 25 años me inscribí en la Escuela Latinoamericana de Motores, obtuve el diploma pero no lo fui a buscar, porque lo que me preguntaban para mí eran pavadas que ya las había hecho en la práctica”.

Su primera experiencia con los “motores” fue a los 13 años cuando lo convocaron para hacer trabajos de campo con un tractor. A los 14 años un tío lo llevó a Arrecifes para alinear un motor a vapor, moderno para la época.

En 1947, estando en la Marina haciendo el Servicio Militar en Zárate, sus conocimientos de mecánica ya estaban consolidados, lo que le valía la sorpresa entre sus pares. “Yo les explicaba cómo funcionaban los motores. Y ahí me avivé de que yo tenía algo, una capacidad que si la explotaba y trabajaba duro me iba a permitir ser otra cosa”.

 

Conocedor de la agricultura

Su periplo en la vida laboral fue extenso y eso le permitió “ganarse un nombre propio” en la tarea de reparar motores. “Durante 12 años trabajé en la firma Rafel. Estuve un tiempo  en 12 de Agosto, luego en la estancia de Merlino, entre Pinzón y Alfonzo. Y luego del Servicio tuve la suerte de que unos amigos que trabajaban en la Estancia San Fermín de Ortiz Basualdo, me propusieran para trabajar allí, recuerdo que me tomaron un examen y estaba muy avanzado en mis conocimientos porque por mis trabajos anteriores yo me había entrenado en la tarea de sembrar con máquinas. Era un conocedor de la agricultura y tengo la virtud de saber tirar un surco derecho, sean los metros que sean.

“Me tomaron y ahí siento que empecé mi carrera. Con Rafel mi sueldo era de 280 pesos por mes y acá me ofrecían 600 pesos por mes más 1,50 por hectárea que cultivara. Sacaba 1.300 pesos por mes. Era un sueño”, cuenta.

Trabajó en ese establecimiento entre 1951 y 1957 y se retiró para dedicarse a la mecánica con Roque Trotta, para la marca Fiat. “Estaba muy empapado en la agricultura, me pagaban 3.000 pesos por mes. Acepté venirme a Pergamino, pero a condición de que me dieran la posibilidad de tener la casa propia. Aceptaron. Se ve que yo era bueno”, señala con cierta picardía.

 

La vida en Pergamino

Para ese entonces Juan ya estaba casado con Luisa Raimundo cuando decidieron venirse de Basualdo para aceptar la propuesta laboral, eligió el lote donde hoy está construida su casa en calle Bolivia. 

Aunque confiesa que le gustaba la vida en el campo, donde además de su tarea con la agricultura y la mecánica capacitaba a los operarios, vivir en Pergamino le iba a dar “otras seguridades”. “Lamenté irme porque los Ubilarrea eran unos vascos buenos”, agrega.

“A mi esposa le costó un poco más porque en Basualdo estaba toda su vida. Nos habíamos conocido en una despedida de conscriptos en el pueblo y me enamoré de inmediato porque para mí era una Moria Casán”.

Compartió con esa mujer 35 años de su vida, hasta que falleció a raíz de un cáncer de mama. “Cuando murió se me cortaron los brazos. Teníamos muchos sueños que quedaron truncos con su partida. Quedé en tinieblas. Habíamos tenido la suerte de sacar la lotería, habíamos ganado 1.200.000 pesos en 1967, teníamos proyectos de comprar campo para vivir tranquilos, pero todo perdió sentido cuando ella falleció. No supe darme cuenta de que era la ley de la vida”.

Tuvieron cuatro hijas y hoy Juan tiene once nietos y una bisnieta que conforman su universo afectivo, junto a Rosa Vieytes, su actual compañera a la que conoció a fines de 1990.

“Cuando enviudé un médico me aconsejó que tenía que buscar una nueva compañera porque si no iba a tener que ir pensando en construirme una tumba al lado de mi mujer. A mí me parecía impensado. Me sentía grande. Sin embargo conocí a una viuda de Manuel Ocampo con la que tengo una muy linda relación desde entonces. Ella tiene una familia parecida a la mía con hijos y nietos. Estamos de novios”.

Respetuoso del género femenino, galante y hasta romántico, confiesa que concibe a la mujer como un ser “delicado al que hay que cuidar”. “Comprendo que soy hijo de una mujer y soy muy respetuoso de las mujeres”.

El taller propio

Luego de la descripción de los afectos y del paso por anécdotas de una vida siempre rodeada de afectos verdaderos, el relato de Juan vuelve sobre el aspecto laboral. Tuvo su taller propio en 1960, cuando desechó una propuesta para dejar la Fiat y trabajar para Mercedes Benz. “Me iban a pagar 5 mil pesos. Cuando me lo propusieron recuerdo que vine y le dije a mi mujer: ‘si soy tan bueno por qué no puedo trabajar por mi cuenta’”.

“Me animé y al final tanto de Fiat como de Mercedes Benz me mandaban las máquinas para arreglar acá. Era una época en que no sabía dónde poner los tractores”, refiere. Fue su época de oro. Allí Juan Nime se transformó en un mecánico independiente y se hizo también de sus propios clientes. Trabajó en el taller hasta 2007 en que se retiró de la actividad laboral.

 

Su presente

Hoy, lejos de la agricultura y de los motores, su presente es tranquilo y rodeado de los afectos. “Tengo cuatro hijas: las mellizas Silvia y Liliana, Carmen y Sonia. También once nietos: Fernando, Romina, Alejandro, Yanina, Leonardo, Juan José, Jorge, Facundo, Ivo, Ignacio y Aldana; y una bisnieta: Camila, que son la luz de mis ojos”.

“Vivo un poco en la casa de cada una de mis hijas, y soy un hombre feliz. También me llevo muy bien con los hijos de mi mujer: Norma, Gladys, Mary, Martín y Olga y con sus nietos. Es como que se nos ha agrandado la familia”.

Dueño de un lenguaje propio de los buenos lectores, confiesa que le gusta la lectura, aunque cuenta que ya no lee tanto como antes. “Me hubiera gustado ser historiador, porque con tantos años que tengo he visto pasar de todo, he participado en política pero descubrí que eso no es para mí porque se hablan muchas pavadas de cosas que luego no se cumplen. Pero ya no es tiempo para eso. Ahora solo me dedico a estar en familia”. 

Aunque extraña trabajar porque es parte de una generación que considera que “el trabajo es salud”, disfruta de las rutinas más distendidas. Sobre su mesa está la radio a pilas que lo acompaña durante todo el día. También su bastón. Cuenta que durante muchos años se levantó a las cinco y cuarto de la madrugada para ir a trabajar y que los domingos se levantaba a la misma hora para tomar mate y volver a la cama.  

“Con 88 años qué sueños me van a quedar. Lo que sí todavía tengo son ganas de ayudar a los míos. Tengo ganas de disfrutar de mis nietos que son una maravilla, soy muy familiero y capaz de dar la vida por mi familia”, afirma sobre el final de una charla, mientras el foco se corre de su vida personal a los valores que defiende. Cuando el grabador se apaga, como un buen conversador, habla de San Martín, de René Favaloro y de Carlos Gardel. 


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