Perfiles pergaminenses

Horacio Faraco: a sus 88 años, el recorrido por una historia de vida


 Horacio Faraco recorrió la historia de su vida en un dilogo íntimo con LA OPINION (LA OPINION)

'' Horacio Faraco recorrió la historia de su vida en un diálogo íntimo con LA OPINION. (LA OPINION)

Fue empleado ferroviario, letrista y comerciante. Hace 61 años que está casado con Virginia, su esposa a la que acompaña con dedicación incondicional. Sus anécdotas tienen que ver con el Pergamino de otro tiempo, recuerdos y anécdotas que se conjugan para configurar el perfil de alguien que partiendo de una condición humilde consiguió forjarse un porvenir.

Se llama Carmen Horario Faraco, tiene 88 años y lo primero que señala es no estar acostumbrado a las entrevistas. Sin embargo es un conversador amable, que sabe llevar el hilo de su historia de vida conectando anécdotas con referencias a un Pergamino que en su infancia y adolescencia era muy distinto al de ahora. Sostiene que no hay otra ciudad parecida a la suya y se siente cómodo en su condición de pergaminense. Es un vecino como tantos, que nació el 14 de septiembre de 1928 en el centro, en Merced y General Paz donde vivió hasta los siete  años. Sus padres fueron Juan Antonio Faraco y Carminda Rosa Solmi. Su hermano, Juan Faraco, fallecido. Fue a la Escuela N° 1 y recuerda a cada una de sus maestras. Las refiere en su condición de docente y también por el lugar de la ciudad en la que cada una de ellas vivía: la señora de Cremona, en 11 de Septiembre entre Italia y Libertad; la señorita Parente, en 11 de Septiembre y Rivadavia; la señora Urdampillera, en Moreno y Pueyrredón; la señora de Lapolla en Doctor Alem entre Dorrego y Florida; y la señora de Vázquez, donde funcionaba el Centro Vasco. “Todas me enseñaron lo mejor que pudieron, pero reconozco que yo no era para ir a la Escuela Nº 1 donde iban todos los chicos de familias pudientes, nosotros éramos pobres”, señala y menciona que su papá era hojalatero, “tachero” como se les decía entonces y aunque había trabajado mucho nunca logró progresar lo suficiente. “Vivíamos con muchas privaciones”, recuerda. Sin embargo, esa referencia no opaca los lindos recuerdos que conserva de su infancia, los juegos y los aprendizajes. Reconoce que nunca tuvo “una barra”, pero sí asegura haber tenido infinidad de amigos, muchos de los cuales “ya partieron”.

“Terminé la escuela como pude y luego trabajé como lavacopas en La Irlandesa, una confitería que funcionaba donde hoy está el Bingo. Estuve un tiempo allí, y después entré a trabajan en la agencia Chevrolet como aprendiz en el taller que funcionaba en calle Merced. Más tarde me fui a trabajar a calle Italia, casi la Avenida, con unos empleados de la Chevrolet que se abrieron por su cuenta: Corallini, Aguilar, Violante y Bucciarelli”, cuenta.

Luego de esas experiencias laborales comenzó a trabajar en el ferrocarril como peón. “Soy dactilógrafo, en aquel tiempo escribía al tacto, tenía buena redacción, un muchacho me llevó a trabajar a la oficina, pero vino un capataz y me sacó de ese puesto diciendo que yo no podía estar ahí porque no era peronista. Estuve dos años y me fui porque en aquel tiempo por más bueno que fueras en una tarea, la ideología política pesaba mucho y no se podía hacer nada”, refiere en una anécdota que define un tiempo histórico. Volvió al sector de reparación de vagones y llegó a ser revisor hasta que se jubiló como empleado ferroviario. “En el tiempo de Onganía me faltaban meses para cumplir treinta años de servicio y renuncié porque entonces  nos daban un dinero”, agrega.

 

Letrista

En su tiempo libre del ferrocarril trabajaba como letrista.  Se dedicaba a pintar letras en carteles comerciales y su caligrafía fue reconocida desde siempre. También su pasión por el dibujo. Sobre la mesa del comedor en el que se realiza la entrevista hay una carpeta azul que guarda algunos de sus trabajos. Le gusta dibujar rostros. Están sombreados a lápiz y tienen la veracidad de las fotos. Se define como un autodidacta y se reconoce en un talento para expresarse a través de lo que dibuja. “Una vez expuse mis trabajos en una muestra del Banco Credicoop y a la gente le gustó”, afirma este hombre que, entre sus acciones, fue miembro de la comisión cooperadora de la Biblioteca Menéndez.

Como letrista recorrió un largo camino y tuvo en su cartera a clientes importantes. “Durante muchos años le pinté a Tanques Milei, también a Bonardo, a Montero y a Juan Cincotta. Trabajé unos meses en un pueblito de Córdoba, siempre fue todo con mucho sacrificio. Hice trabajos para la Sedería Domingo y para muchos comercios importantes del Pergamino de aquel tiempo”.

Siempre estuvo dispuesto a “aprender” y supo encontrar en su camino a las personas adecuadas para enseñarle algo más del oficio. “Un día estaba pintando en un negocio que se llamaba ‘Amor’, paró un tal Darío Alvarez de Junín que era letrista y fue quien más tarde me enseñó a pintar las letras en oro. Recuerdo que lo fui a buscar a Buenos Aires donde se había ido a trabajar para que me enseñara.  Las ampliaciones de letras me las enseñó a hacer un maestro mayor de obras que trabajaba en el Ferrocarril Mitre, de apellido Conti, me hizo ir al estudio que tenía y me enseñó varios secretos. Aprendí a los tumbos, pero fue una tarea que me dio satisfacciones”.  

 

Su vida familiar

Vive en la misma casa del centro de la ciudad desde 1966. Lleva 61 años de casado con Virginia Tomas, una mujer a la que conoció en un baile del Club Compañía. “Nos gustaba mucho bailar rítmico, hasta hace poco íbamos a las tertulias de los jubilados, pero después mi esposa enfermó de su memoria y ya no pudimos ir”, refiere y la voz se le entrecorta. Muestra su parte más vulnerable cuando habla de esa mujer con la que compartió su vida y a la que ve más frágil por el estado actual de su salud. La acompaña con la incondicionalidad de siempre. “Tenemos una chica que nos viene a ayudar con la limpieza y la cuida durante algunas horas para que yo pueda ocuparme de hacer algunas cosas”, señala.

En la conversación recuerda que habían pasado tres años y medio desde el inicio del noviazgo cuando le propuso matrimonio. “Ese día le dije: ‘No tengo nada, en tres años y medio no te hice ningún regalo, porque no estaba dentro de mis posibilidades, pero te quiero y si me aceptás como soy podemos casarnos’. Aceptó. Ella tenía buenos pretendientes pero se entusiasmó conmigo. Por entonces vivía en el paraje La Buena Vista, tenía seis hermanas. Nos casamos en Pergamino en 1955, en la Iglesia Merced y la fiesta la hicimos en el Hotel Las Colonias.

“Nos fuimos a vivir al ‘barrio la bronca’ en bulevar Colón. La casa de Merced y General Paz la habíamos perdido por una deuda que mi abuelo no pudo pagar”, menciona. Más tarde fueron progresando hasta que lograron tener su propia casa.

Recuerda un Pergamino distinto al de ahora y en su retina quedó grabada la pavimentación de calle Merced que entonces era de piedra. También la evolución que fueron experimentando los negocios y el devenir de una ciudad que fue aliándose al progreso.  

La vida familiar fue su refugio y el lugar desde el cual consiguió superar cualquier adversidad. Tuvieron la desgracia de perder a uno de sus hijos, el segundo, a pocos días de nacido. Ese constituyó el trago más amargo que les tocó afrontar. Muchos años después, aún llora esa pérdida y lo embarga una profunda emoción cuando relata la experiencia: “Había nacido Rubén Horacio, después llegó Omar Darío, que murió a los pocos días de nacer y más tarde llegó Walter”.

Hablar de la pérdida de uno de sus hijos lo conmueve. Dice no entender lo que sucedió y recuerda que fue un bebé que había nacido bien y que apenas llegado al mundo había abierto sus ojos. Recuerda esa mirada y lo que le significó aquella muerte lo enfrentó a un profundo dolor y también motivó que siempre lo tuviera presente como “un hijo más” al que recuerda cada día y al que en una oportunidad, en una inspiración nacida de la necesidad de expresarse, le escribiera versos que publicó en el diario y que hablan de una memoria presente y del recuerdo más entrañable a un hijo, querido y esperado.

Habla de sus hijos con orgullo. Los vio crecer y desarrollarse. “Rubén está casado con Mónica Dagma, es ingeniero agrónomo y profesor; Walter es contador y aunque es martillero no ejerce”, cuenta.  Disfruta de sus nietos: tiene tres de su hijo mayor y una de su hijo menor.

“De Rubén tengo a Rocío que está en Barcelona; Nahuel que vive en Pergamino y trabaja; y Azul que está estudiando kinesiología. De Walter, tengo a Irina, una bella mujercita”.

 

El comercio

Durante muchos años colaboró con su esposa en un emprendimiento comercial dedicado al alquiler de vajillas y elementos para eventos. Trabajaron en su casa. “Fueron tiempos de mucho trabajo, todos nos contrataban. Llegamos a lavar dos mil platos y copas que nos alquilaban para distintas fiestas. Teníamos una batea en uno de los ambientes de casa”.

Dueño de un espíritu emprendedor en su casa tuvo pollería, rotisería y hoy mantiene una mercería. Siempre en su casa, como complemento y parte de la vida familiar. “La patrona cree que tiene un negoción, ella no está bien de su memoria y yo dejo que lo piense”, señala y asegura que en la actualidad “el negocio ya no reditúa”.

“Para el comercio hay que tener carácter y ciertas cualidades para poder llevar el emprendimiento adelante”, refiere y asegura que en su trayectoria como comerciante se cruzó con todo tipo de gente. Lo mismo sucedió con su oficio de “letrista”.

Hoy está jubilado y se dedica a cuidar a su esposa. “Es muy triste ver cómo se ha deteriorado tanto su memoria”, confiesa en una apreciación que lo muestra vulnerable.

 

Aceptar el destino

Es un hombre que refiere haber crecido con “muchas privaciones” y haber superado las dificultades a fuerza de empeño y trabajo. Cuando creció tuvo a sus padres a su cargo, con su hermano los cuidó y les proporcionó todo lo que necesitaban para estar bien. “Compramos la casa en la que vivieron y los cuidamos. Ellos habían tenido una vida bastante difícil”, cuenta.

Se reconoce parte de una generación que encontró el progreso de la mano del trabajo, aunque asegura que él siempre trabajó “para subsistir” y vivir “lo mejor posible”.

Haber conseguido tener su casa y logrado que sus hijos se forjaran un porvenir, aparece en el balance como algo positivo. Es un hombre que siempre ha sabido aceptar su destino, sin renegar de aquello que la vida le puso por delante. Hoy puede recrear su historia de vida con la templanza que solo dan los años, sin perder la sensibilidad que hace que los ojos brillen cuando se recuerda el pasado, como quien recrea la ilusión que da impulso para seguir adelante.


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