Editorial

Trump hace política sentándose sobre un volcán


Como siempre, Donald Trump es noticia por sus expresiones y acciones que rozan lo extravagante, con una mirada del mundo que en cada oportunidad abre la puerta a nuevas discordias antes que a encontrar consensos. Ahora tomó una decisión que, hasta el más ingenuo dirigente podía adivinar, desataría la ira de los países de Oriente Medio. El presidente de Estados Unidos va a reconocer a Jerusalén como capital de Israel y anuncia un plan para trasladar hasta allí su embajada, una mudanza que por “motivos logísticos, de seguridad y constructivos” requeriría años. Fiel a su estilo de emperador moderno, no atendió a las advertencias de la Unión Europea (ni del presidente francés, Emmanuel Macron, especialmente siempre ligado a los intereses de los países árabes) ni las amenazas de los países musulmanes. El presidente Trump, lejos de cualquier consenso, ha vuelto a demostrar que solo es fiel a sus intereses, si entendemos por “intereses” los votos de parte de la comunidad judía de Estados Unidos a quienes les hizo esta promesa de campaña. Y también que no es un hombre cultor de los consensos, de escuchar consejos, de consultar con quienes, particularmente en este caso, llevan décadas atendiendo en la materia. Desde 1947, con el sigilo de hormigas con zapatos de algodón se han venido realizando negociaciones, con magros avances, en torno a la conformación del Estado palestino y, en consecuencia, en pos de la paz en la región, y ahora, de manera extemporánea, respondiendo a impulsos personalísimos y populistas, Donald Trump lanza esta bomba en medio del hormiguero. Un total desatino diplomático que seguramente sus avezados funcionarios y asesores habrán querido impedir, a la vista sin éxito. 

Desde la creación hace 70 años del Estado de Israel, Jerusalén es una herida abierta, con el acuerdo de partición de Palestina y que situaba provisionalmente a la ciudad bajo administración internacional. Pero pronto la parte occidental fue ocupada por Israel y tras la Guerra de los Seis Días, en junio de 1967, también la oriental. Justo aquella que los palestinos consideran su capital. El Estado Palestino aún no pudo crearse y los países árabes viven monitoreando qué sucede finalmente con Jerusalén, ciudad cuna de las tres religiones monoteístas más importantes del mundo.

Una vez más, en ese ardid de populista de derecha que hace, Trump ha jugado con fuego. Sabedor de que todas las embajadas radican en Tel Aviv, ha dejado que se filtrase su intención de reconocer la capitalidad de Jerusalén e incluso ha alertado a las legaciones estadounidenses de la posibilidad de protestas. Y el resultado no puede sorprender a nadie: en Oriente Próximo y Europa se han multiplicado las presiones para que abandonase la idea, mientras él, se sienta arriba del volcán a punto de estallar a meditar qué hacer. En fin una peligrosísima forma de hacer política para el presidente de la potencia más grande de occidente.

El líder palestino Mahmud Abas y al rey jordano Abdalá II, en una ronda de diplomacia telefónica, recibieron la noticia de que Trump ha decidido reconocer la “realidad histórica” de Jerusalén y trasladar en cuanto sea posible la embajada. Este cambio de sede ya fue acordado por el Congreso en 1995, pero justamente por “seguridad nacional” lo han postergado desde entonces todos los presidentes. La Casa Blanca argumenta que el movimiento, aunque deseado, es ahora mismo imposible por cuestiones de logística. “No hay forma de hacerlo rápidamente. Solo por permisos y seguridad puede tardar años”, y esta puede ser una forma elegante de ir dilatando el escándalo de un presidente que parece que viviera en una realidad paralela. No en vano hay serios intentos de forzarlo a que se someta a pericias psiquiátricas para evaluar su aptitud para el cargo. Aunque en el llano se lo tilde de loco, nada de lo que diga el presidente de Estados Unidos es tomado como una locura, un sinsentido. Mucho menos en Oriente Medio, donde ya tienen claro cuán enemigo es hoy Estados Unidos en manos de Trump.

En cualquier caso, el reconocimiento de Jerusalén, con su enorme carga simbólica, supone entrar en territorio hostil. No solo acaba con un consenso internacional mantenido durante décadas por Estados Unidos, sino que arruina, los intentos del yerno y asesor presidencial, Jared Kushner, de forjar un acuerdo en Oriente Próximo y acercar Israel a países de mayoría suní como Egipto, Arabia Saudí o Jordania para crear un escudo antiiraní.

El mensaje de Trump ha sido, por lo demás, más que c laro para los palestinos, a los que les está diciendo que en este nuevo ciclo, no considera necesario que haya dos estados uno israelí y otro palestino, sino solo el Estado Hebreo. Y como cualquiera sabe estas decisiones no son inocuas, tienen consecuencias y a veces graves.

Con solo el anuncio de Trump y sin que se haya concretado nada aun, la zona se desestabilizó, el movimiento islamista Hamás, que controla la franja de Gaza, ya ha amenazado con una nueva Intifada, y la OLP calificó la medida como el “beso de la muerte” para la paz. En Turquía el presidente Recep Tayyip Erdogan sacó a relucir su intención de tomar represalias. “Podrían ir tan lejos como romper nuestras relaciones diplomáticas con Israel. Es una línea roja para el orbe musulmán”, sentenció. La Organización de la Conferencia Islámica, que aglutina a los países musulmanes, en un comunicado, advirtió a Estados Unidos que el traslado supondría reconocer a esta ciudad como la capital del Estado israelí e ignorar la ocupación militar de Jerusalén Este, territorio palestino. “Sería una agresión descarada, no solo contra la comunidad árabe e islámica, sino también contra los derechos de los musulmanes y los cristianos por igual, y contra los derechos nacionales de los palestinos”, advierten.

Líderes de diferentes países y estados también le advirtieron al presidente Trump que se arriesga a provocar la ira de los musulmanes y perjudicar los esfuerzos de paz para Medio Oriente si reconoce a Jerusalén como capital de Israel y traslada la embajada estadounidense a esa ciudad. Hasta ahora el presidente norteamericano ha decidido no escuchar.

El Estatuto de Jerusalén es un asunto clave en el conflicto palestino-israelí, y ambas partes reivindican la ciudad como su capital, como es sabido. Por eso muchos políticos temen que Trump acabe con décadas de política estadounidense en la región. Y como no parece un presidente muy coherente, Trump ha dicho también que quiere relanzar las congeladas conversaciones de paz entre Israel y los palestinos en busca de un “acuerdo definitivo”, pero su reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel dinamita la sola idea. “Ya no aceptaremos la mediación de Estados Unidos, no aceptaremos la mediación de Trump. Será el final del papel de-sempeñado por los estadounidenses en ese proceso”, dijo Nabil Chaath, un alto consejero del presidente palestino, Mahmud Abas. Más claro…

En fin que la política norteamericana, más acostumbrada a presidentes con cierto grado de previsibilidad y muy profesionales para cuidar sus intereses en el mundo, ven en Trump a un mandatario cuyo ego parece no tener límites y su falta de responsabilidad frente a problemas tan complejos como Oriente Medio tampoco. 

 

Habrá que esperar a que los funcionarios de la Casa Blanca y los parlamentarios logren reacomodar el descalabro creado en una región donde todo se ha dirimido en estos años a sangre y fuego y que se pueda retornar al camino de las conversaciones de paz. No sabemos si será posible.


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