Editorial

Siete muertos en los calabozos: ¿qué más tiene que suceder?


La tragedia de la Comisaría Primera, ocurrida el pasado jueves y en la que siete reclusos perdieron la vida, hizo recrudecer una vieja cuestión pendiente de la que nadie nunca se hizo cargo, y mucho menos ahora cuando con tamaño hecho consumado no hay chances de cambiar lo irreversible. Concretamente, si cuando este tipo de problema comenzó a ser evidente, hace prácticamente dos décadas, se hubiera tratado como correspondía, hoy no estaríamos hablando de este desastre. Hablamos de superpoblación de presos en comisarías (donde por su condición judicial no deberían estar), falta de infraestructura para alojar detenidos, incompetencia de personal policial que no está capacitado para trabajar con detenidos porque no han sido preparados para ello (para eso está el Servicio Penitenciario) y una imparable escalada de violencia con la que los delincuentes actúan cuando están tras las rejas, en algunos casos producto del consumo de estupefacientes y en otros por la falta de ellos.

Voces de alerta no faltaron, ideas tampoco, tal vez faltó el presupuesto necesario para construir espacios adecuados para alojar detenidos. Pero si en 20 años se hizo poco y nada en la Provincia de Buenos Aires en esta materia, es harto evidente que lo que faltó fue una férrea decisión política para resolver el problema que ahora aparece desmadrado. También es justo recordar que cuando hubo avances, fue parte de la propia sociedad pergaminense la que se opuso a la radicación de una alcaidía. Hoy, con siete muertos en los calabozos de la Primera, se debería buscar respuestas también por ese lado.

Los calabozos de una comisaría son concebidos para una permanencia mínima de unos pocos detenidos, por escasas horas, tal vez algunos días. Pero el crecimiento de la actividad delictiva hizo de la mayoría de las comisarías del país verdaderas minicárceles, con regímenes y códigos penitenciarios. En el caso de la seccional Primera de Pergamino posee el agravante de estar en el corazón de la ciudad y puntualmente localizada entre una calle cortada y una peatonal y compartiendo los fondos con el Palacio Municipal. Podríamos asegurar que si hay un lugar inapropiado en la ciudad para que funcione una comisaría con calabozos para 20 detenidos, es justamente ese.

La falta de una alcaidía y la inconveniente ubicación de la Comisaría Primera son dos cuestiones que desde hace años se vienen planteando y nunca se pudieron resolver. Las intenciones de las autoridades fueron refutadas por grupos de vecinos que por no querer radicaciones “indeseables” cerca de sus casas, hicieron todo lo posible para que el problema lo tenga otro.

Una comunidad tiene matices que van desde el blanco más resplandeciente hasta el negro más opaco y en el medio una escala de grises imposible de describir; a algunos miembros de esa sociedad hay veces en los que los beneficiará más que a otros una medida y en otras oportunidades será a la inversa. De eso se trata la acción del gobernante: decidir en función del bien general, no del particular de algún sector. Por eso nadie preferiría vivir al lado de un cementerio, pero en algún lugar hay que llevar a los muertos; tal vez a nadie le plazca residir en una zona de boliches, pero la diversión tiene que estar en algún sitio; y con la misma lógica aparecen las comisarías, las alcaidías y las cárceles, las que ningún vecino va a querer cerca de sus viviendas. Pero, repetimos, en algún lugar tienen que estar y al que le toque cerca tendrá que aprender a convivir con su nueva realidad.

Hechos tan desgraciados como el padecido en Pergamino el jueves, y por el que la ciudad volvió a estar en la prensa nacional, dejan al desnudo los problemas estructurales del sistema carcelario del país, cada vez más obsoleto e inseguro.

Los lugares de detención en la Argentina siguen siendo eso de lo que nadie (ni los políticos ni los votantes) quieren hablar demasiado. Un territorio ajeno y temido. Pero allí hay una nación en miniatura, con alrededor de 60.000 personas y otras tantas que deberían estar adentro, pero que por diversas circunstancias pululan por las calles alegremente. Y es este, justamente, el punto en cuestión: ¿son necesarias más cárceles para los condenados y alcaidías para el caso de los procesados? Vista la situación actual, con centenares de personas alojadas en comisarías y otras tantas gozando de beneficios que ya no tienen nada de extraordinarios de tan comunes que se hicieron como, por ejemplo, el arresto domiciliario, la respuesta es definitivamente afirmativa.

Por la situación de desmadre que el delito evidencia en Argentina, urge la habilitación de mayores espacios para la comunidad carcelaria, ya sea tanto para quienes están condenados y merecen condiciones de habitabilidad más dignas sino también para poner tras las rejas a muchos sujetos a los que los jueces, bajo el pretexto de que “no hay cupo”, los mandan a sus casas a cumplir una condena, lo que equivale –como dice el dicho popular- mandar al zorro a cuidar el gallinero, porque el que es delincuente por naturaleza o de profesión, no se queda en su casa por más pulsera o tobillera satelital que le hayan colocado. El índice de reincidencia, de hecho, es altísimo en la Argentina.

La falta de cárceles no es la única falencia que tiene en su conjunto el complejo problema social que, para sintetizarlo, se ha dado en llamar “inseguridad”. Pero es una de sus patas fundamentales para sacar de circuito a muchos delincuentes, al menos por un tiempo. Muchas veces la Policía captura, pone a disposición de la Justicia al delincuente y al otro día lo ve otra vez en la calle, delinquiendo. Los jueces no son adeptos a dar explicaciones de por qué los liberan y los policías, que muchas veces arriesgan sus vidas para atrapar a un ladrón, se desmotivan para la próxima acción al ver que su trabajo queda sin efecto a las pocas horas. La causa más común para entregar el beneficio del arresto domiciliario es la falta de lugar en los establecimientos carcelarios o alcaidías. Desde 2001 que no se inaugura un presidio. Sucede que tiene poco rédito político, no es una obra “simpática” y los dirigentes, lamentablemente, utilizan el termómetro del ánimo social para hacer las obras, no la real necesidad por más antipática que sea.

En Pergamino hay un viejo reclamo, que es la construcción de una alcaidía para alojar a los procesados por distintas causas penales mientras se espera su condena, con el fin de que durante ese lapso no permanezcan en las comisarías al cuidado de personal policial que de esa manera debe cumplir una función que no le es propia y debe desviar su verdadera actividad que es la prevención del delito.

Bien sabido es que la comunidad pergaminense está a la espera de esa alcaidía desde hace muchos años, cuando comenzó el planteo local ante las autoridades provinciales, por entonces comandadas por el gobernador Felipe Solá, atentas a la creciente inseguridad que se padecía. Naturalmente, aquellos índices delictuales quedaron desactualizados, ante lo cual hoy más que nunca por el reciente y lamentable suceso, es necesario que un establecimiento de esas características para alojar detenidos se construya en Pergamino.

Como puntos a favor para lograr que la Provincia edifique aquí una alcaidía, las autoridades locales vienen demostrando sobradamente que se trata de una gestión que lleva años y que hay un compromiso asumido por la Gobernación, más allá del cambio de mandatarios y funcionarios en la administración bonaerense. Pero además hay una serie de tramitaciones definidas, con lo cual el camino está totalmente allanado como para que la Provincia desembarque con la inversión. Entre esas gestiones está la donación de los terrenos en Villa Da Fonte –un dato no menor- y también está superada la instancia de debate sobre la conveniencia o no de la radicación de una alcaidía en Pergamino.

Con estos argumentos y con siete muertos en los calabozos de la Comisaría Primera ya no caben más dilaciones en relación a la edificación de una alcaidía, que es considerada como uno de los pilares principales para la lucha que se está librando contra la inseguridad. 

Naturalmente que la edificación y puesta en marcha de una alcaidía no va a ser la solución a tamaño y complejo problema, pero es uno de los pilares para contener, al menos en parte, la actividad de los delincuentes.

Otra reflexión que dispara esta tragedia de los siete presos fallecidos, es que en este país tienen que ocurrir desgracias para que se tomen las medidas correctivas que vienen siendo postergadas. Siempre se corre detrás del problema, nunca se previene. Llegar tarde es el hábito. Pasó con las habilitaciones comerciales y de espacios de acceso público después de la tragedia de Cromañón; sucedió con la abolición del Servicio Militar después de la muerte del conscripto Carrasco; hicieron falta cientos de muertes en la ruta Nº 8 para que se tomara en serio la construcción de una autovía, la que si bien está en plena construcción, aún no hay que cantar victoria porque estamos en un país muy proclive a los cambios de planes. Y si bien los ejemplos podrían seguir, mencionamos solo estos que sirven como muestras de una costumbre que nos describe como un país que sigue adoleciendo de la necesaria madurez para atacar los problemas cuando estos son incipientes, por más costoso que sea (en términos económicos y políticos). La norma instaurada es que siempre alguien (o varios) tienen que morir para que haya una reacción. 

Por último, y también refiriéndonos a qué nos pasa como sociedad, no podemos dejar de reflejar esa suerte de reflexión poco sesuda, producto más bien de una sed de justicia letal que de una conclusión meditada, que por estas horas hacen muchos convecinos que se manifiestan conformes con lo que sucedió en los calabozos de la Comisaría Primera. Por lo bajo y en confianza con sus interlocutores, muchos convecinos ponen al preso antes que al ser humano, como si el que estaba privado de su libertad hubiera merecido morir en esas circunstancias. Frases como “por algo estaba preso” o “cuando salen con un arma salen a matar” o “son la lacra de la sociedad”, entre otras, parecen justificar lo injustificable.

Vivimos en un estado de derecho y hasta el delincuente más peligroso debe tener las garantías de un debido proceso y condiciones de alojamiento dignas mientras dura su condena. Cualquier otra cosa que vaya en contra de esos principios es un peligrosísimo retroceso.


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