Editorial

Nada es gratis


Desde el enfoque de la economía educativa, es decir desde la inversión que el Estado hace en este rubro, pueden realizarse valoraciones de eficiencia y rentabilidad del sistema, teniendo en cuenta la premisa que lidera el concepto de educación libre y gratuita en nuestra Constitución: la redistribución de recursos a los efectos de lograr mayor equidad. Se trata de la creación de condiciones iguales de competencia -según el mérito- para todas las personas, independientemente de su origen socioeconómico y rasgos culturales.

Ahora bien, en esta ecuación: ¿dónde entran los miles de extranjeros que llegan a nuestro país para recibir esta educación pública superior, habida cuenta que no participaron de la recaudación que luego deviene en la redistribución de los recursos? En otras palabras, ¿cómo se solventan los costos de estos estudiantes? La respuesta es sencilla: los fondos para ellos salen del mismo pozo en que todos los ciudadanos depositamos nuestros impuestos para equiparar las posibilidades de nuestros hijos y todos connacionales de acceder a una formación superior.

El sistema de educación superior pública, con todas sus falencias, es en esencia ideal y desde su instauración no ha hecho más que aportar progreso a las familias, las sociedades, al país. Pero ha llegado un punto en que necesita revisarse, particularmente en lo que hace a la recepción de estudiantes extranjeros.   

La Constitución establece que cualquier extranjero que consiga la residencia (o visa de estudiante) puede estudiar en las universidades públicas, con los mismos derechos que un ciudadano argentino. No hay cupos para extranjeros y deben reunir los mismos requisitos para ingresar en la universidad que cualquier ciudadano. Tampoco hay una exigencia de prestar servicios profesionales, una vez graduados, en nuestro país. Literalmente, “pájaro que comió, voló”. En Argentina nutrimos de saberes a quienes nada han aportado ni aportarán a la Nación, a costa de docentes que son pagados con los tributos que hacemos los argentinos desde el nacimiento hasta la muerte. Visto de este modo, el sistema se torna perverso y no responde al espíritu de su creación, que era el de recibir con los brazos abiertos y los beneficios de una ciudadanía plena a quienes quisieran habitar este suelo, no para tomar algo y regresar a la tierra que llaman patria.

La noticia de las últimas horas da cuenta de que en la Universidad Nacional de La Plata (como dice el refrán, “como muestra basta un botón”), uno de cada tres ingresantes de la carrera de Medicina (entre las más largas y onerosas para el Estado) es extranjero. 

Este año 3.000 jóvenes asisten al curso nivelatorio, de los cuales 1.000 son foráneos; la comunidad más numerosa es la de Brasil, con más de 500, a los que siguen estudiantes de Venezuela, Chile, Perú, Bolivia y Ecuador.

Es verdad que la interacción con otras culturas enriquece el acervo cultural de cualquier persona. Además, que de todas partes del mundo elijan la universidad pública argentina es un factor de prestigio y reconocimiento a nivel internacional. No obstante los beneficios, intangibles por cierto, hay un costo real que, aunque no pueda ser mensurado, está afrontando el erario público. Pero sobre todo, hay un sentido de injusticia que debe ser subsanado, lo que por otra parte ayudaría al Estado en el sostenimiento del sistema. Aunque sea gratuita para la gente, la educación (como la salud) no es gratis; tiene un alto costo para el Estado que abonamos entre todos. En el caso que nos ocupa, en La Plata, estamos hablando de un 33 por ciento de la matrícula que nunca contribuyó al sostenimiento edilicio, del claustro docente, de los bienes de uso, de los materiales. De todos modos, este 33 por ciento se podrá ir del país con un título que homologará en su terruño, donde también hará sus aportes tributarios. Lo lógico sería que, sin alterar la gratuidad de la educación pública para los argentinos, los extranjeros abonaran un canon por su formación aquí.

Hasta los jefes de Estado de la región reconocen que por razones económicas y de cupo, sus estudiantes vienen específicamente a Argentina a formarse y luego regresan. Pues bien, si así lo tienen asumido, que también asuma su Estado el costo de este servicio del que luego harán usufructo.  

Más del 90 por ciento de los extranjeros que vienen a estudiar llega de países del continente, y especialmente de América Latina. Los oriundos de países del Mercosur, o asociados, no necesitan aplicar para una visa de estudiante. Para estos casos, en que la radicación e inscripción es automática, los Estados miembro y asociados del bloque deberían acordar, sin más dilaciones, una especie de tasa. No debiera ser más complicado que lo que implica para los jóvenes llegar a Argentina, matricularse y volver a casa con un título.


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