Editorial

Los adultos somos siempre los responsables del accionar de nuestros hijos


Podemos asumir el problema o negarlo, trabajar en soluciones o dejar que todo se vaya desarrollando con destino incierto, pero la realidad es que tenemos problemas con los más jóvenes, como lo vimos en Pergamino el sábado con la reyerta policial que protagonizaron en la Avenida de Mayo, lo que a la postre es una anécdota más de situaciones que se repiten a lo largo y a lo ancho del país. Problemas de adecuación a las normas, reticencia a reconocer la autoridad y en algunos casos la subordinación a sustancias psicoactivas o alcohol,  todo lo que genera un cóctel explosivo cuando se atraviesa de la niñez a la adolescencia y naturalmente se ingresa en una etapa de cuestionamientos íntimos y hacia el ambiente que los rodea, padres, profesores, autoridades. Mismas cuestiones: el desapego a cumplir las normas, el cuestionamiento de la autoridad y también en algunos casos el consumo de sustancias son características prevalentes en las relaciones conflictivas del mundo adulto. Entonces, ¿qué se puede esperar de los chicos?

Cada uno puede tener su teoría al respecto, pero la responsabilidad la tienen, sin dudas los adultos, porque la disciplina elemental para vivir en sociedad es un proceso gradual que debe ser enseñado a los niños con amor, paciencia, firmeza y sobre todo desde la ejemplariedad. No podemos pretender que los chicos repliquen lo que no ven ni que dejen de hacer lo que, por el contrario, ven a diario. La educación no formal, tan simple y tan compleja al mismo tiempo, consiste básicamente en guiar a los hijos para que sepan qué está bien o mal. La tarea requiere esencialmente consistencia, congruencia dando el ejemplo de lo que se exige, y persistencia. No puede faltar tampoco la sanción, la reprimenda, para que se note la diferencia entre hacer bien y hacer mal, para que se incorpore el concepto de que cada acto tiene su consecuencia. Al fin, de eso se trata la crianza de los hijos y en este sentido los padres se constituyen en los primeros maestros.

Vivimos tiempos en que la autoridad ha sido corrida de eje, primero por los adultos y luego por los hijos; es cuestionado el rol del inspector en las calles, del árbitro en la cancha, del policía en la instauración del orden. De allí que el chico no admite la palabra final del docente en el aula y del directivo en el establecimiento. Ya no se trata de la natural rebeldía de la edad sino se pone a la par en la discusión una sarta de argumentaciones sin sustento, que ni siquiera le son propias sino que las escucha en el hogar, donde también es cuestionada la autoridad escolar. Esos padres, ¿admiten que alguien les recrimine la forma en que educan a sus hijos? Seguramente no, pero al mismo tiempo no respetan que entre las cuatro paredes de la escuela, la autoridad –por elección de ellos- pertenece al docente y al cuerpo directivo. Y si hubiera una total disconformidad o diferencias de procederes, la potestad que le cabe al padre es la de volver a elegir un establecimiento y cambiarlo. Pero poner en duda la palabra y la autoridad de profesores delante de los chicos es un cometer un daño irreparable al orden natural de una relación en la que debe prevalecer el respeto y la sana subordinación de quien debe conducir y quien debe ser conducido. 

Si hasta hemos visto padres y madres que le han dado palizas a los docentes delante de sus hijos y otros alumnos, ¿cómo culpar a los chicos de que actúen de igual modo en sus primeros actos independientes? ¿Cómo sorprenderse de que hagan lo mismo con sus pares?

Del mismo modo que los padres no toleran que se les haga una multa de tránsito porque “a mí es al único que ver hacer una infracción” o “por qué a mí si acá cada uno hace lo que quiere” y tantas excusas que escuchamos a diario, los hijos aprenden a no respetar a ninguna autoridad en la calle, desde el inspector de tránsito al que viven burlando con sus motos, hasta el policía que llega para reprimir una palea callejera.

Nadie ignora que el proceso militar dejó serias secuelas en nuestra sociedad, sembrando un ya irracional rechazo a cualquier forma de orden donde deban actuar uniformados. Hasta cierto punto es natural que los fantasmas de un pasado tan duro siga persiguiendo a una generación que los padeció pero la mayoría de los protagonistas de los habituales desmanes callejeros son nativos en democracia; son más de 30 años de libertades garantizadas por el Estado de derecho que no ameritan siquiera la referencia con los años de dictadura.  

No hemos logrado un equilibrio entre orden y desorden, comprendiendo que, por ejemplo, en una reyerta callejera debe intervenir la Policía porque su tarea es esa, lograr mantener la paz en la calle y prevenir delitos. Una tarea que no termina de cumplirse, pero a la vez que nos quejamos si la Policía no evita un delito también nos quejamos si trata de evitar peleas callejeras. La verdad es que parece que no nos ponemos de acuerdo en cuestiones básicas y eso lleva a que en definitiva cada uno haga lo que quiera con total prescindencia de los derechos del resto.

Lo que decimos es que los padres deben tener la convicción que ejercer disciplina es una labor importante y que está a cargo de ellos. Es una enseñanza básica que se debe dar a los hijos, pues es el camino que lleva a lograr lo que se quiere, tener una sana convivencia. Es muy importante definir los valores, hábitos y actitudes que se quieren formar en los niños. Esto implica tener claro y decidir qué es lo realmente importante para la familia en la educación de los hijos.  Saber hacia dónde queremos llegar es el punto de partida en el ejercicio de la disciplina. Sin embargo, cualquiera sabe que decir que no es complicado porque el adolescente cuestiona todo, porque está en esa etapa y hay que dar explicaciones coherentes. Ahora, si preferimos decir a todo que sí y desentendernos de la educación de nuestros hijos porque la comodidad nos gana la partida, deberemos asumir las consecuencias luego, cuando el chico tenga problemas en la escuela, en la calle, en fin tenga conflicto con el sentido mismo de la autoridad.

Nadie dice que sea fácil la crianza de los hijos, muchas veces nos debatimos entre el autoritario y el permisivo y la idea es lograr un equilibrio pero siempre con la prevalencia de la autoridad, porque los padres nunca serán amigos antes que padres.  

Hay que identificar y transmitir los límites, corregir de manera constructiva y positivas las  conductas inadecuadas, mostrarles sus errores y las consecuencias de sus actos y reconocer los éxitos para hacerlos sentir capaces de logros. Pero sobre todo, los adultos deben ser los primeros en reconocer la autoridad y respetar las leyes, incluso cuando no se esté de acuerdo y especialmente delante de los hijos. En este sentido, educar es un trabajo de 24 horas que incluye lo agridulce de hacer lo que uno no quiere o no comparte solo porque hace a la formación ciudadana de los hijos.

La disciplina sigue siendo tan importante en la educación de un adolescente como durante el resto de la infancia. La diferencia es que conforme se van haciendo cada vez mayores, los adolescentes cuestionan cada vez más las normas y límites que sus padres les imponen y ahí es cuando no se puede aflojar, porque la disciplina es una herramienta básica en la formación de una persona responsable y estable, así que es muy importante tener unas normas y límites bien definidos y exigir que todos los respeten.

Es por todas estas razones que estamos convencidos que los problemas que exhiben los adolescentes en la calle o en la escuela es claramente el producto de la formación que les están dando sus mayores, sin ocuparse de ellos, dándole malos ejemplos o simplemente creyendo que la educación vendrá sola, como por arte de magia a medida que crezca. No es la realidad que vemos, en general los adolescentes que se desarrollan sin ninguna guía terminan en fracasos repetidos como adultos, sencillamente porque los hemos dejado librados a su suerte, a veces creyendo que de eso se trata una educación para la libertad. Todo lo contrario: valores como la libertad y sobre todo el buen discernimiento crecen de la mano de una educación ceñida a las reglas y el orden, lo que permite al fin una convivencia civilizada y pacífica.

Lo que pasó en Pergamino el sábado es una anécdota más, pero que nos debe llevar a reflexionar a los adultos que, insistimos, somos los responsables de lo que sucede con nuestros hijos.

 


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