Editorial

Las redes sociales, ámbito ideal para la transgresión


Las redes sociales, que implicaron la revolución más grande en la historia mundial de las comunicaciones, se muestran también como un ámbito propicio de la transgresión permanente, para la agresión solapada y el muestreo de sentimientos que posiblemente no serían exteriorizados cara a cara.  

Hemos hablado en más de una oportunidad de la influencia de Internet en la sociedad actual, tanto desde todo lo positivo que tiene, que felizmente siempre es más, como de aquello que desnuda de los grupos humanos respecto de cómo se actúa cuando se puede agredir desde el anonimato o desde la verdadera identidad, pero siempre bajo el amparo de la virtualidad.

Las agresiones verbales en las redes sociales se están convirtiendo en algo habitual, tanto que ya no nos extrañan, e incluso nos divierten,  siempre que no seamos nosotros los agredidos. Son un foco continuo de discusión y agresividad. El hecho de que muchas personas con intereses, ideas y gustos diferentes se junten en un mismo espacio para opinar y debatir, ya es una causa suficiente para que puedan generarse conflictos. Pero si además, le unimos que “no se ven las caras” y no pueden leer el lenguaje no verbal de la otra persona,  el conflicto está asegurado.

Es mucho más sencillo realizar una agresión verbal a una persona a la que no ves directamente, que a una que te está mirando. Un mecanismo de defensa, que tiene nuestro cerebro, hace que lo pensemos dos veces antes de hacerlo, seguramente por miedo a la reacción posterior de la víctima. Y es entonces, precisamente al dudar, cuando evitamos en el último instante realizar esa agresión verbal y logramos evitar el conflicto que esta generaría.

Además, al no estar la víctima presente, no le vemos la cara y no leemos su lenguaje no verbal, así que nos sentimos más fuertes para lanzar nuestro ataque, sabiendo que no va a poder respondernos de forma agresiva. O por lo menos, si su cara es agresiva, no nos afectará porque “no se la podemos ver”. Por falta de esa mirada humana y sensible, tampoco dimensionamos, mientras tipeamos un comentario, el daño que podemos causar. ¿O sí y por eso lo hacemos?

Al fin, las redes como fenómeno mundial han logrado introducirse en todos los aspectos de la vida moderna, tanto para los que hacen uso activo de las mismas, como de quienes lo hacen en forma pasiva. No participan, no opinan, no comentan, pero todos los días abren la página para saber qué pasó, quién le dijo a quién qué cosa. Definitivamente se han convertido para muchos en un divertimento. 

Porque al tiempo que se favorece la comunicación de manera extraordinaria, también vehiculiza la posibilidad de abusar de las redes descargando allí el rosario de miserias que cada uno lleva consigo. Y como decimos, amparados en la posibilidad de no enfrentar físicamente las responsabilidades de sus dichos o la inhibición de la mirada sobre el otro. No podemos decir que se trate de nuevos sentimientos, nacidos en la era 2.0; más bien son cosas que siempre hemos pensado y que, por inhibición o respeto a la sana convivencia (donde no todos podemos pensar igual ni a todos nos puede agradar el otro), manteníamos en el plano del pensamiento consciente. A lo sumo influía en nuestras decisiones respecto del otro pero nunca una opinión se convertía en una guerra verbal de la más baja calaña ni mucho menos eran motivo de insulto.   

El problema es de todas las redes, cada rango etario elige la “arena” en que disputa estas batallas verbales: los adultos se han instalado en Facebook, los más activos socialmente en Twitter y la juventud prefiere Instagram, dentro las opciones de comunicaciones públicas. En cuando al “cara a cara” virtual, los chicos están en Snapchat y los mayores en Whatsapp y sus ya famosos “grupos”. 

Entre ellas, Facebook es hoy en la red social más popular del mundo. Son muchos los fenómenos que han crecido alrededor de este enorme sistema de comunicación, desde la incursión política permanente, haciendo publicidad (no olvidemos que se puede promover en forma gratuita en la red), como usándolo para atacar a los adversarios, la labor de “trolls” (participantes activos y pagos por algún sector político) tanto para amplificar la difusión como para difundir infamias. Todo mezclado con participantes más o menos inocentes que terminan creyendo lo que leen y, más aun, lo consumen y lo viralizan. De este modo se generan todo tipo de confusiones respecto de noticias falsas que circulan en las redes y que terminan por preocupar a algún sector de la población que pueda sentirse afectado por una información que en realidad no es veraz. 

Pero volviendo al costado que hoy nos ocupar de este fenómeno social, es dable señalar -porque ya hemos naturalizado sus formas- que en la redes y su virtualidad hemos perdido valores tan necesarios para la vida en comunidad como lo son el respeto, el apego a la verdad y la empatía con los sentimientos del otro a manos del ejercicio de la libertad de expresión. Un derecho que, como cualquier otro, lleva implícita una responsabilidad. Concretamente,  el derecho de expresar nuestras opiniones libremente termina cuando comienza el derecho del prójimo a que se le respete su honor. Y más allá de eso, el deber de plantearnos si nuestra libertad de decir en una red social lo que pensamos del otro vale más que su bienestar. O si, por el contrario, el perjudicado es uno, por qué no emitir estas opiniones y planteos donde es debido: hablando frente a frente con el interesado. Si no hacemos esto y en cambio hacemos lo otro, es claro que el eje, el objetivo, es otro. Ya no es hacer bien a todos sino hacer mal a uno en particular.  

Navegando a través de las redes sociales es común encontrarse con mensajes repletos de buena onda, al lado de comentarios lesivos, difamantes y agresivos. Y esto es lisa y llanamente con el ánimo de causar un perjuicio a la persona a quien van dirigidos dichos comentarios, publicaciones o posteos. Porque se hace a sabiendas que esas expresiones lesivas hacia el otro son expuestas ante miles de usuarios además del sindicado y esto es lo que parece generar la adrenalina de tantas vidas grises que encuentran en las redes un modo de descarga. Son las mismas personas que en un cara a cara jamás se hubieran animado a decir a otro lo que afirman en las redes, porque este tipo de comunicación permite deshumanizar al otro, como si el que está frente a la computadora (y no frente a nosotros en forma física) fuera un ente.

La realidad es que las redes ya son parte de la vida de la mayoría de los ciudadanos del planeta, y con los beneficios vienen también las cuestiones desventajosas con las que tenemos que convivir.

La cuestión de las redes y el comportamiento social se observa con más intensidad en una ciudad de medio porte como Pergamino que en el fenómeno global. Es en los grupos humanos más reducidos, en proporción, es donde se puede analizar las conductas que tienen todos y cada uno de los que navegan en las redes y cómo impacta el uso del anonimato o de la elusión del cara a cara. Porque en una ciudad mediana como ésta, donde los vecinos nos vemos a diario, no se dicen en un encuentro los misiles que se animan a postear en las redes sociales. Salvo que se cree un perfil falso, aquí prácticamente no hay anonimato en las opiniones; lo que sí hay es una gran dosis de cobardía. Y ni hablar de hipocresía, porque la agresión en las redes es violencia, la misma que decimos querer erradicar portando pancartas en la vida real. Pero en la virtual nos convertimos en sus mayores exponentes, desde el insulto, la ironía y la insinuación.

 

Las redes sociales, que han generado un formidable paso adelante en la comunicación humana, tienen este lado oscuro, justamente porque detrás de ellas estamos los humanos, con esta dicotomía de ser “blancas palomas” en el trato cotidiano y temibles buitres carroñeros detrás de una pantalla, sin inhibiciones ni respeto por la vida en comunidad, donde no todos pensamos igual y donde las denuncias se realizan en una comisaría.


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