Editorial

Francisco, cuatro años de un Papa con estilo e ideas propias


Eran las 19:00 del 13 de marzo de 2013 y llovía en la Plaza San Pedro del Vaticano. Y, en forma inesperada para muchos, sobre todo para los argentinos, el humo blanco asomó por la chimenea y el cardenal Jean Louis Tauran anunció en latín el nombre del nuevo pontífice. Al resto del mundo seguramente le costó entender de quién se trataba, pero por estas latitudes se comprendió con total claridad “Bergoglio”.  

Si para el mundo fue sorprendente la opción por un papa latino, en Argentina quedamos anonadados. Como nos suele pasar, aunque se lo mencionara como candidato, nadie creía en nuestro país que resultara el elegido. 

Jorge Mario Bergoglio, un porteño de la orden de los franciscanos, se convertía hace cuatro años en el Papa Nº 266 que se sentaba en la silla de Pedro, pero el primero que llegaba desde “el fin del mundo”, como él bromeó en sus primeras palabras. 

Un papa latinoamericano, y además argentino, abría un nuevo capítulo en la Iglesia Católica de Roma. Nacía Francisco I, un Santo Padre con ideas propias, para regir como líder espiritual de millones de almas.

Quienes lo eligieron sabían que era el inicio de un pontificado revolucionario. Esto nos hace pensar que dentro de aquel cónclave había una mayoría, ajustada según se deduce de los varios intentos hasta el humo blanco, que veía la necesidad de un cambio. Había mucha incertidumbre pero subyacía la certeza de que Bergoglio impondría un nuevo orden. Tal vez porque urgían cambios en una Iglesia en crisis, salpicada de escándalos, corruptelas y abusos, hasta los más reticentes terminaron votándolo. Al fin, la Iglesia es institución, Estado y tiene también un costado empresarial, por lo que sus dirigentes no solo ansían sino que necesitan deshacerse de todo aquello que dañe su funcionamiento y su imagen. 

No obstante, como humanos que son, a los mismos cardenales que propiciaron el cambio y especialmente a los que no, más bien a todo el alto clero le cuesta asumir nuevas pautas. Vistas ahora algunas resistencias tras estos cuatro años, puede que no todos imaginasen el alcance de lo que aquel hombre planeaba en términos de cambios.

Francisco ha tocado durante estos cuatro años, con más o menos profundidad, los temas más sensibles que afectaban a la institución y precisamente, no todos los estamentos de la Iglesia están dispuestos a asumir cambios de cierta densidad.  Por eso nos animamos a inferir que aunque Francisco quisiera ir por más, las limitaciones son muchas. Los tiempos de la Iglesia nunca han sido los tiempos de los hombres.

Por eso mientras Francisco es rico y renovador en declaraciones sobre los temas más acuciantes de la Iglesia, como la excomunión a divorciados, en los hechos “oficiales” no hay avances significativos. Es muy difícil, largo y duro el proceso para cambiar la letra del derecho canónico. Es allí donde las posiciones nunca terminan de unificarse y en consecuencia no hay cambios. Sin embargo, de tanto en tanto, Francisco hace un “guiño” a la grey y da un lugar de privilegio a la discrecionalidad de los curas párrocos respecto de su comunidad. Es decir, lo que no logra por derecha, lo habilita por izquierda.  

Al estilo de Francisco, la Iglesia se ha abierto más, recibiendo un oxígeno muy necesario, para una grey acosada por religiones alternativas. También se abrió a los homosexuales, siempre de este modo tangencial en que el Papa lo hace posible. En este caso, al menos rechazando su marginación, deslizó la posibilidad de que hombres casados puedan ser ordenados para prestar algún servicio en lugares donde hay crisis de vocaciones. Un tema que la Iglesia de Roma ha venido ocultando pero que es alarmante, la falta de sacerdotes que se viene produciendo por las antiguas normas de ordenación imperantes.

Pero lo que más reacción produjo en los sectores más conservadores, fue en el texto de Amoris Laetitia, la famosa exhortación apostólica donde abrió la Iglesia a hombres divorciados que vuelvan a casarse, le ha costado una prolongada campaña de acoso y derribo por parte de algunos miembros de la Curia encabezados, por el cardenal estadounidense, Raymond Burke, que no disimula su disgusto y pidió una aclaración pública al Papa.

La resistencia a los cambios se filtra permanentemente alrededor de los miembros más conservadores de la Iglesia. El propio Francisco confesó a un grupo de niños de una parroquia romana que más que a las brujas, teme a las habladurías malintencionadas de la gente. “También las de la Curia”. Es que la resistencia ultraconservadora es minoritaria a estas horas, pero muy activa.

Fuera de las internas palaciegas vaticanas, en estos cuatro años Francisco ha utilizado con atino la enorme potencia diplomática de la institución. Ha viajado a donde le han invitado, se ha pronunciado sobre asuntos geopolíticos, cuestionando la codicia y el liberalismo salvaje y ha abierto la puerta al deshielo de las relaciones vaticanas con China. 

Tanto en sus viajes como en su discurso, Francisco se ha ganado el respeto de mandatarios como Angela Merkel o Barack Obama con su defensa de la ecología y la lucha contra la corrupción. En cambio tiene una mirada crítica hacia Donald Trump por la política migratoria.

Su implicación en el drama de los refugiados y la inmigración. Su viaje a Lesbos, de donde volvió con tres familias sirias y cuyo escenarios calificó como “la catástrofe humanitaria más grande desde la II Guerra Mundial”, fueron claros gestos de acción humanitaria que le ha llevado desde el centro del mundo a cada rincón de las periferias culturales, políticas y sociales. 

Su tarea en Cuba y Estados Unidos para terminar con el bloqueo, su prédica constante por reunir las religiones católica, judía y musulmana, para que no sean las creencias generadoras de divisiones y guerras.

Sus cuatro años de pontificado han abierto la institución al mundo, pero cuatro años son todavía poco para conocer el alcance de esta revolución en la que se ha embarcado Francisco. Y dependerá también de lo que el Vaticano a través de sus cardenales elija como su sucesor, si profundiza estos cambios o bien se retrotrae nuevamente eligiendo un sucesor conservador. 

En la Argentina no logramos visualizar aun a Francisco, en la fenomenal dimensión que tiene su figura en el mundo. Todavía vemos a Jorge Bergoglio. Por eso muchas veces mezclamos los gestos del Papa con la política doméstica, como si el Santo Padre nos hablara solamente a nosotros. Solemos leer entre líneas sus gestos pensando en la interna de nuestros dirigentes. No colabora con nosotros que conocidos de Bergoglio se erijan en voceros oficiosos, donde nadie los ha nombrado para ello, interpretando y llevando y trayendo mensajes que muchas veces no son tales.

Vale un ejemplo para entender dónde nos paramos los argentinos frente a Francisco. Un grupo de dirigentes argentinos le pidió apoyo para la liberación de Milagro Sala. El Papa hizo lo que se estila en esos casos: le mandó un rosario como a los detenidos, incluso por delitos graves. Para que recen. Aquí fue interpretado como un  aval y corrieron ríos de tinta y horas de televisión y radio con críticas al supuesto apoyo papal.

En este sentido Francisco paulatinamente ha tratado de tomar distancia de los usos que se pretenden en la política doméstica, recibe a los argentinos que lo visitan en Santa Marta, pero se nota que ha comenzado a extremar cuidados con ellos. Los que al comienzo no tuvo, quizá porque no pensó que se lo iba a tratar de utilizar en forma tan burda como se hacía. Al fin, él también ha entendido que cualquier gesto, por pequeño que sea puede ser usado para politizar su tarea.

El Papa Francisco es sin dudas un Santo Padre excepcional, con cercanía con la gente, con la sensibilidad de un gran pastor, que predica contra el exceso de lujo y lo practica en su vida diaria.

Ojala podamos comenzar a ver a Francisco y no a Jorge Bergoglio.


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