Editorial

El complejo laberinto de la balanza comercial argentina


La economía argentina atraviesa por difíciles cuellos de botella, en diferentes áreas, que se generan por la aplicación de correcciones a muy corto plazo a situaciones que vienen desmadradas de larga data. Siempre que se ha recaído con “soluciones” sobre ellas, han sido espasmódicas, para el momento y funcionando como la frazada corta, es decir con medidas que se toman intentando favorecer un sector pero terminan perjudicando otro.

Una de las áreas que registra este cuadro que ilustramos es la balanza comercial. 

La política de apertura de la aduana, luego de años de restricción, era una medida esperada por diversos sectores de la sociedad pero el resultado trajo sus bemoles porque la balanza comercial cerró en 2017 con un déficit récord de 8.471 millones de dólares, en contraste con el superávit de 1.969 millones de 2016 y en el marco de un crecimiento de las importaciones por sobre las ventas al exterior.

Los datos son oficiales, ya que surgen del Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec), tras consignar que en diciembre el intercambio fue deficitario en 847 millones de pesos, contra la ganancia de 33 millones de igual mes de 2016. Por contraste, los resultados de la balanza comercial fueron negativos en todos los meses de 2017.

Las ventas de nuestro país al exterior están, además en franco retroceso, y eso es preocupante. Brasil tuvo un mal año e importó menor cantidad de automóviles desde Argentina, si a eso le sumamos menores precios en los productos primarios que representan un cuarto de los bienes que vende el país, se explica la baja en el rubro ventas. La caída se explica también por la fuerte retracción en las ventas al exterior de aceites de soja y en pellets y residuos de soja, sumado al cierre del mercado estadounidense al biodiesel. 

Del otro lado del mostrador, lo que entra es cada vez más. Esto causa el beneplácito de los ciudadanos por comprar “bueno, bonito y barato” pero perjudica ostensiblemente a varios rubros industriales. Son muchos, pero por su masividad y por pertinencia con nuestra zona, el de indumentaria está entre los más oprimidos por la importación. No es tan sencillo como cerrar y que compulsivamente se consuma nacional; tal vez fue posible en otro tiempo de la historia en que los ciudadanos de los países estaban ajenos a lo que sucedía con el comercio en otras partes del mundo. Hoy todos quieren lo que el mundo compra, y a esos precios. Sucede que tampoco la industria nacional de la indumentaria está en condiciones de equiparar los costos de una producción mundial que se localiza mayormente en zonas donde la mano de obra es cuasi esclava, por más que la etiqueta de la marca remita a diseñadores de Francia o de Estados Unidos. El peso que tienen en los salarios nacionales las cargas sociales y demás impuestos a la producción (ausentes en los países asiáticos donde confeccionan las grandes marcas) es gravitante en el costo final del producto. Reducirlos o suprimir algunos para que el precio en las estanterías se acerque a lo “bueno, bonito y barato” que viene de afuera supondría un agujero a los sistemas de previsión y asistencia social. La escala de la producción nacional, por más que el país sea grande, es ínfima en comparación y ello también hace a que muchos costos aquí no se puedan licuar tanto antes de llegar al mostrador. 

Como vemos, la frazada es corta.

Hay países que aun con políticas de puertas abiertas restringen algunos negocios para cuidar industrias propias, que es una cuestión que la Argentina deberá analizar y en el corto plazo. La importación no tan indiscriminada, cuidando algunos nichos de producción nacional y liberando otros.  De todos modos, si bien la aplicación debiera ser inmediata, los resultados, encontrar un punto de equilibrio podría demandar años sino décadas. Tendrían que multiplicarse las industrias nacionales de estos rubros y que todas ellas trabajen en la formalidad impositiva. Y para que ello suceda, es decir que un ciudadano decida invertir en algo productivo, debe tener garantías de que va a poder vender su producción sin tener que competir deslealmente con todo lo que entra, por derecha y por izquierda, desde naciones donde los costos son infinitamente menores. Por eso decimos que, aunque se vean los resultados a largo plazo, una decisión estratégica y con proyección a 10 años debe plantearse ya.

Reducir la importación es la manera más viable de mejorar la balanza comercial ya que no tenemos muchos rubros con valor agregado para exportar y el atraso cambiario con un dólar que recién ahora empieza a recuperarse no ayuda tampoco. Como sabemos, la recuperación del dólar que ayuda a las exportaciones tiene como correlato un impacto en la inflación del mercado doméstico, efecto no deseado pero que en nuestro país parece inevitable.

Lo cierto es que estamos frente al mayor rojo comercial medido en términos de Producto Bruto Interno desde la salida de la convertibilidad. No es poco lo que estamos enfrentando.

El problema es que, al fin, en una Argentina que se ha vuelto cara en todos los rubros, las importaciones terminan ayudando a la ciudadanía en general a obtener productos que circulan por el mundo a precios accesibles, desde la ropa a los celulares y otros objetos de uso muy extendido a los que todos quieren acceder. A través de las redes conocemos todo lo que se comercia en el planeta entero, nuevos celulares, nuevas tecnologías, ropa de diseño novedosa, zapatos, carteras, todo a un precio mucho menor al que vemos en nuestras vidrieras. Ahora estos objetos ingresan al país y naturalmente terminan siendo los de mayor venta frente a nuestros productos del mismo rubro, mucho más caros. 

Los empresarios del sector, y de otros tantos rubros, con lógica implacable, se quejan amargamente de que se hace imposible competir con precio cuando los impuestos al trabajo y las obligaciones en general con el Estado son enormes, los fletes son de los más caros del mundo y ni siquiera logran que se elimine el distorsivo impuesto al cheque.

El Estado con su pesada carga, producto de un tamaño que no logra reducir, tampoco puede prescindir de buenas a primeras de los altos impuestos, ni siquiera de los distorsivos. Mientras se retrasa un blanqueo de empleos que al fin nunca llega y sería más que necesario, porque el daño que hace tener casi un cuarenta por ciento de nuestra economía en la informalidad es francamente insostenible.

El camino entre la apertura indiscriminada y el proteccionismo asfixiante siempre está lleno de problemas que parecen insolubles. Los argentinos no estamos dispuestos a renunciar a poder comprar lo que un enorme mercado global ofrece, pero tampoco queremos padecer la recesión y el desempleo que genera la importación abierta.

 

Quizás, y a imagen de muchos otros países, la idea es encontrar caminos intermedios, protegiendo aquellas industrias que ofrecen más empleo y abriéndonos a bienes de capital que no fabricamos y que sería imposible a esta altura generar en nuestro país, desde insulina para diabéticos hasta industria pesada. Saldríamos de este modo de la dicotomía que nunca nos ha dado resultado, si analizamos nuestra historia de las últimas décadas, entre apertura total versus restricción total, dos extremos que más temprano que tarde terminan perjudicándonos. 


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