Editorial

Cataluña y el mundo ante la incoación del huevo de la serpiente


El presidente Carles Puigdemont declaró el martes la independencia de Cataluña para, de inmediato, aclarar que la suspendía. Este anuncio dejó en la amargura a muchos catalanes que ahora se preguntan para qué soportaron los palos y la represión policial cuando fueron a votar el referéndum independentista, que el Gobierno de Madrid había advertido que era ilegal. Pero sobre todo los dejó con las manos vacías tras una ilusión que habían puesto en sus manos quienes sabían, de antemano, que toda la movida no llegaría a buen fin. Los ilusionaron y los usaron. La intención secesionista es válida y debe ser atendida pero dentro de los caminos de la legalidad, que un grupo de parlamentarios de izquierda quisieron eludir, tomando la vía rápida de ir a la conmoción social, utilizando para ello a los ciudadanos como fuerza de choque, para lograr una pronta reacción del Gobierno central. La operación fue “de manual”, en total acuerdo con la tendencia de una nueva izquierda que busca imponerse mediante formas violentas o incitando a la violencia.

El mensaje de Puigdemont se interpretó en la calle como lo que fue: una suerte de juego dialéctico ambiguo para evitar el choque frontal con la administración española que es, a la sazón, la ley. Nada que ver con lo prometido que era la proclamación efectiva de un nuevo Estado. El dolor y la sensación de farsa se unieron en una sola decepción.

La expectativa de un día histórico en el que se esperaba el discurso a partir del cual el destino de Cataluña podía cambiar para siempre, terminó en un baldazo de agua fría para quienes esperaban una proclama épica. La realidad contra la que invariablemente todos chocamos, Cataluña también, es que las condiciones objetivas no estaban dadas, ni políticas ni económicas, y lo que para muchos catalanes era un leit motiv terminó siendo una aventura impulsada por un grupo radicalizado que los llevó a las lágrimas.

Los sectores de la izquierda y los anarquistas que apoyaban a Puigdemont atraviesan por la furia de ver cómo, de un momento a otro, el presidente cedió ante una decisión que todos sabían que era ilegal desde el comienzo. Esta cuestión de la legalidad no es menor porque el respeto a las leyes es lo que, en la práctica, diferencia a los movimientos democráticos de los que no lo son. 

Cataluña, como Venezuela e Irán, son muestras palmarias de que, al fin tanto la izquierda como la derecha, pueden ser fascista, toda vez que adopte sus métodos. Porque si bien ambas pertenecen al mundo de las ideas políticas, no del delito, el problema radica en la aplicación de las teorías. Si nos atenemos a los orígenes, las dos nacieron en la Revolución Francesa, para encarnar, el progresismo o el conformismo ante la realidad social. Y responden a una concepción de la vida social. El fascismo, en cambio, más que una idea es un método, una manera de actuar, de buscar por hechos violentos un valor absoluto. De este modo se puede utilizar métodos que desnaturalicen los fines.

Para verlo más claro en ejemplos, en Venezuela se vive un fascismo de izquierda y un sector importante de Alemania se está volcando al neonazismo que no es más que fascismo de derecha. Algunos creen que Donald Trump también lo es, pero esa es una discusión para otro análisis. Porque en definitiva, el fascismo se basa, en sus diversas variaciones, en un renacido populismo ultranacionalista, enfrentado claramente a la globalización. Cuentan para ello con que este proceso de transformar el mundo en una aldea abierta ha traído más de un problema en su uso a lo largo de las décadas y que, seguramente se deberán generar correcciones al respecto. Pero lo peor que puede suceder es que retrocedamos a sistemas fascistoides. 

La ley tiene que ser obedecida. Esa es la clave de la civilización. Y cuando los signos de los tiempos marcan que tales normas no se ajustan a la realidad social, es también la ley la que provee los caminos para cambiarla. Y por ley, Cataluña no puede independizarse unilateralmente, por más nación que se sienta.

El tema es que hay en el mundo un resurgimiento muy patológico y negativo del nacionalismo, acompañado de xenofobia y discriminación; particularmente en Europa, por la desordenada inmigración de países árabes, soviéticos y africanos.

Cuando este nacionalismo, mucha veces contenido en la intimidad, encuentra resonancia en sectores de izquierda y sale a la luz, lo hace con características del fascismo. Entonces, los conceptos ideológicos históricos de este sector, de que el mundo adhiriera a un sentido superior de justicia, solidaridad y paz, se deforman a manos de radicalizados que en nombre de aquellos nobles principios llevan todo hacia la ilegalidad. 

Utilizan métodos fascistas muchos que llevan a la acción directa, la movilización callejera y piquetera violenta, la huelga salvaje, el desmán, el asesinato, el atentado terrorista. En estos casos las leyes, que nacieron precisamente para no tener que recurrir a la fuerza bruta, no son tenidas en cuenta, es más se considera que la ley es de burgueses que terminan por no resolver nada. Y así vamos perdiendo, por izquierda o por derecha, nuestro estado de civilización y de humanidad.  La cultura democrática contemporánea tiene bases sin las cuales no existe. La elección popular de los que van a gobernar y la participación igualitaria de los votantes es fundamental. Y con esto el respeto a la ley y a la Constitución que todos juran respetar, de allí surgen instituciones que cuidar. Precisamente cuando una sociedad denigra estos presupuestos, la tentación a un pensamiento común sea el ultra progresismo o la ultra derecha están a la vuelta de la esquina.  Porque como vemos en Venezuela, sin ir más lejos, el fascismo del gobierno desprecia, con distintos argumentos, toda la arquitectura y el mecanismo de las libertades democráticas y con ellas se lleva puesta la dignidad de los ciudadanos. Sus votaciones, cuando existen o cuando las hacen amañadas, son unánimes porque no pueden permitirse discrepancias.

La izquierda fascista, después del derrumbe de Rusia, por ejemplo, acuñó el argumento de que la ideología no ha fracasado; han existido errores humanos en la instrumentación del dogma. Las faltas de libertad o dignidad, fue por la mala aplicación. Los ejemplos de países como Cuba o Venezuela también deberían incorporarse a esta misma excusa porque a la postre les pasó lo mismo. Porque la izquierda fascista falla, no por ser izquierda, sino por ser fascista. El fascismo -de izquierda o de derecha- nos resta a los humanos lo que tenemos de humanos. 

 

Y lamentablemente estamos viendo en los movimientos de las nuevas izquierdas y las ultra derechas en el mundo cómo van llevando el huevo de la serpiente, pretendiendo resolver los problemas del mundo, con sistemas fascistas que invariablemente traen el hambre, el dolor y la violencia a los países donde logran instalarse. No en vano la democracia es considerada por las mayorías el único sistema que protege las libertades del ser humano, con sus imperfecciones y sus defectos es el que nos hará libres y nos permitirá evolucionar.


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