Editorial

Brasil se debate entre el derecho penal o la cuestión social


En julio del año pasado, el expresidente brasilero Luiz Inácio Lula Da Silva fue condenado por el juez federal Sérgio Moro, de Curitiba, a nueve años y medio de prisión por corrupción pasiva y lavado de dinero en el marco de la operación Lava Jato. Fue hallado culpable de haber recibido de la constructora OAS un departamento triplex en el balneario paulista de Guarujá a cambio de garantizarle a la empresa contratos con Petrobras durante su gobierno (2003-2010). La vivienda no estuvo nunca a nombre de Lula, sino de OAS, pero el expresidente de la compañía, Leo Pinheiro, aseguró que Lula le había pedido destruir la documentación y ocultar la propiedad hasta que pasara el escándalo.

En síntesis, se acusó de corrupción al exmandatario y el juez lo encontró culpable sobre la base de la documentación presentada y los testimonios escuchados. Pero, como siempre sucede, la apelación a la condena no tardó en llegar. En ese trámite está Lula, con el condimento de que quiere volver a candidatearse para presidente. Huelga aclarar que con una condena judicial, la Constitución no se lo permite. Y así llegamos a hoy, que el tribunal de alzada deberá expedirse sobre la apelación: si el fallo de condenatorio de Moro fuera ratificado, Lula quedará inhabilitado para competir en las elecciones de octubre próximo.  

Hoy, el máximo líder del Partido de los Trabajadores (PT) es el candidato favorito, de las intenciones de voto. Tendría todavía algunos recursos jurídicos disponibles, pero el camino se le complicaría mucho.

Como sucede en la Argentina, las causas de corrupción influyen en un sector de la población y no en otro, que valora otras cuestiones evidentemente, de modo que la vida política de un dirigente no parece terminar ni siquiera con una condena judicial. Esto supone un problema no menor, como vemos en Brasil donde el candidato preferido de la mayoría de los votantes tiene una condena en primera instancia. Si la Justicia le impide presentarse a las elecciones, la población que lo apoya lo considerará un proscripto, un perseguido, y el conflicto social se mantendrá. Pero después que los magistrados dieron lugar a la prueba y los testimonios, y condenaron a un hombre de mucho poder por un caso de corrupción, ¿deben volver sobre sus pasos para ser simpáticos ante el soberano?

No es un problema de fácil resolución el que hoy debe decidir la Justicia brasileña, mientras la presión crece porque la tensión se apoderó de la apacible Porto Alegre. Ante la posibilidad de que haya disturbios o enfrentamientos entre manifestantes a favor y en contra del ex presidente Lula da Silva, las autoridades de la ciudad pusieron en marcha un mega operativo de seguridad que incluye el aislamiento de la corte que juzga la apelación del exmandatario hoy, el despliegue de unos 5.000 policías militares con francotiradores, el patrullaje en lancha del lago Guaíba y el bloqueo del espacio aéreo en el centro de la capital de Río Grande do Sul. Los jueces del alto tribunal debieron ser trasladados en helicóptero por temor a atentados. Así están las cosas en Brasil.

Evidentemente la cuestión no terminará bien. Porque aquí el componente político terminó ensuciando la labor de la Justicia, a punto que se echó a la presidenta Dilma Rousseff sin que hubiera pruebas de que participara de la corrupción, en un golpe palaciego que dio lugar al interinato del débil Miguel Temer. A partir de allí los seguidores del Partido de los Trabajadores consideró que todo lo que hacía la Justicia tenía tinte político, Lula comenzó a ser una víctima de una jugada sucia del poder económico. Mientras otro sector de la población celebraba que, al fin, se pusiera un poco de orden a la enorme corrupción que se destapó con el Lavajato que incluyó a dirigentes de todos los sectores políticos y los grandes empresarios del país.

Esa enorme grieta, casi convertida en herida (de eso los argentinos podemos dar cátedra) enfrenta irremediablemente a las sociedades entre quienes consideran a la corrupción un mal menor, si es que económicamente reciben beneficios u quienes piensan que la corrupción es una desgracia que más temprano que tarde no beneficia a nadie. 

¿Qué libertad de conciencia tienen los magistrados en este clima de enfrentamiento para resolver si Lula debe presentarse o no a las elecciones de octubre? Porque no se puede negar que hay presión y muy importante, a punto tal que de la decisión judicial que tomen depende en buena parte la paz social en Brasil. Los militantes del Partido de los Trabajadores dicen que “la democracia brasileña está en juego y hablan de la dictadura de la Toga”. La derecha neoliberal que impulsó el golpe contra Dilma Rousseff quiere evitar que él sea candidato en las elecciones de octubre”. Dilma también está en la resistencia, entre los que marchan y las carpas instaladas y también de Lula, que pese a que ya había dicho que no iría a Porto Alegre durante la sesión del Tribunal Regional Federal, hoy viajó para agradecer el respaldo de sus incondicionales seguidores. 

A estas horas se teme que haya un baño de sangre, porque los seguidores de Lula consideran que hay una decisión judicial injusta y que no sólo defienden a su candidato sino a la democracia. Precisamente esto se produce, como dijimos, porque los golpes palaciegos posteriores a la labor judicial terminaron ensuciando el escenario y sobre esta cuestión las cartas están a la vista. 

 

En un Brasil polarizado, con una profunda grieta social, la Justicia debe tomar una decisión que tiene que ver con el derecho, pero cuyas consecuencias son claramente políticas y sociales. 


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